Edmund Burke, a cuya sabiduría suelo recurrir, escribió: “La única cosa necesaria para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada”. Por eso, afirmaba que cuando “los hombres malos” se unen, los “buenos” también deben hacerlo para enfrentarlos, y enfatizaba la importancia de la unidad política y moral de cara a la injusticia o peligro de tiranía. Posiblemente, esta convicción respecto a la importancia de la acción mancomunada de quienes, en lo fundamental, comparten un ideario contrario a la tiranía y la injusticia subyace a su interés por los partidos políticos (siendo posiblemente su primer teórico) y el papel que ellos juegan en una democracia, los cuales, según él, nacen de “intereses y convicciones compartidas”.
Pues bien, desde el resultado del plebiscito de aquel 4 de septiembre —cuando un 62% de los electores se unió para derrotar un proyecto constitucional que proponía el fin de la unidad de la nación, de la igualdad ante la ley y de la democracia representativa, y debilitaba nuestros derechos personales y también las posibilidades de progreso— quedó claro que la única forma de combatir estas propuestas era precisamente lo que Burke recomendaba: la unidad política y moral contra la amenaza de tiranía.
Pues bien, es un hecho que las ideas que primaron en la primera Convención Constitucional siguen arraigadas en una parte significativa, aunque minoritaria, de la población, y continúan siendo una amenaza futura real. ¿Cómo explicar, entonces, que en las recientes elecciones y, peor aún, posiblemente en los próximos comicios presidenciales, las fuerzas opositoras al Gobierno insistan en competir separadas, perjudicando la unidad? Y ello, incluso cuando los recientes resultados electorales nos muestran un país de ciudadanos moderados y reacios a la confrontación.
Mi hipótesis es que hay sectores en la derecha, como los hay en la izquierda, que no entienden la diferencia entre las lógicas de la religión y las de la política, y aplican criterios muy dogmáticos a temas que son esencialmente debatibles y opinables.
Las religiones, por definición, se basan en creencias, valores y dogmas que son inmutables e intransables. A ellos no se llega por un proceso de conocimiento científico, sino a través de la fe. La política, por el contrario, es una sistematización racional de ideas que toman en cuenta las siempre complejas y cambiantes realidades sociales, económicas y culturales, a fin de lograr el poder. Para dirimir los mejores instrumentos para alcanzar su concepción del bien común, esto es, las políticas públicas más idóneas para ello, debe recurrir a un discernimiento basado en el conocimiento científico, el cual —a diferencia de aquel basado en la fe y la revelación— es siempre conjetural y susceptible de modificación. Y cuando la política se fundamenta en consideraciones religiosas se transforma en excluyente, exacerba los conflictos y polariza a la sociedad.
Recientemente, oí a un alto dirigente de esa derecha que rehúsa hacer frente común con Chile Vamos y a otros, afirmar que para ellos la “unidad por la unidad” no era un objetivo deseable, porque lo importante era “defender valores y principios”. El problema es que, al dar ejemplos de los temas que para él y su partido eran intransables, solo se refirió a ciertas políticas públicas que no pueden en modo alguno ser consideradas materias de “principios” que no cabe transar. Pues bien, los principios que no se pueden transigir en una democracia son la soberanía popular, los derechos humanos y libertades personales, el Estado de Derecho, la igualdad ante la ley, el pluralismo político, la libertad de expresión y la libertad económica como garantía fundamental para el ejercicio de todas las demás. Y cuando estos valores están amenazados, la “unidad por la unidad” es un imperativo moral. (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz