No llores por mí, Cristina

No llores por mí, Cristina

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He estado por unos días en Buenos Aires. Es agradable el aire que se respira allá. Aire fresco, de primavera argentina. Porque no solo los árboles florecen. Como en la primavera de Praga o la árabe, la gente anda airosa, feliz de haber provocado un cambio político tan profundo como inesperado. Debido el miedo que despertaba el kirchnerismo, nadie sabía cómo iba a votar su vecino, porque no se atrevía a hablar; ahora resulta que también albergaba una secreta rebeldía en su corazón. Por eso en la ciudad hay un ambiente festivo, solidario, como de conspiración exitosa. Todo indica lo que hace tan poco parecía imposible: que en 9 días más ganará Macri. La gente se cansó de ese populismo con retórica de izquierda que había, y que tenía como objetivo acumular poder para una familia y sus amigos.

¿Era esperable este cambio en Argentina? Me acuerdo de un inversionista indio que recorría Chile y Argentina a fines del 2013, y que ya entonces lo vaticinaba. Yo supuse que al contarme de sus recorridos por los dos países, me iba a decir cosas muy favorables a Chile. Pero al contrario me descolocó. «Voy a estar corto en Chile y largo en Argentina», me anunció. Me explicó que había hablado con docenas de chilenos y de argentinos -empresarios, pero también mozos, taxistas, vendedores-, y que había llegado a la conclusión que tras diez años de fiesta populista, los argentinos querían volverse serios y responsables, mientras que en Chile, tras decenios de seriedad y responsabilidad, queríamos soltarnos las trenzas y volcarnos a una fiesta populista. Por eso según él Chile iba a generar malas políticas públicas.

Tenía razón en que, desde entonces, hemos tenido en Chile una racha de políticas populistas, aunque no esté claro que sea -como creía él- por demanda de la ciudadanía; y no hay duda que en Argentina la gente está harta de tanta fiesta irresponsable. «Ya basta de esos delincuentes que quieren hacerse de guita sin laburar», nos decía un taxista, expresando el deseo que parece haber en el país de ponerle manos a la obra. Es ese el ambiente que ha cosechado Macri.

La oposición chilena puede aprender mucho de él. Ha crecido como candidato. Es menos frío, más afectivo que antes. Ha aprendido que para ganar elecciones no basta con prometer una buena gestión: hay que tocar las emociones de la gente. Tal vez le haya servido de ejemplo la magnífica María Eugenia Vidal, quien tras una conmovedora campaña, ganó la gobernación de la Provincia de Buenos Aires, donde se suponía que los peronistas eran imbatibles. María Eugenia ya era conocida por su buena gestión en el gobierno de la Capital Federal. Pero esa fama la complementó con un incansable trabajo en terreno. Iba a pie de casa en casa, en las villas miserias más turbias de la provincia, desplegando cariño y simpatía. Otro atributo aleccionador de Macri ha sido su pragmatismo. Es un ingeniero a quien no le interesa la ideología. Quiere hacer el bien y para hacerlo busca la combinación de Estado y mercado que mejor funcione. Finalmente, en un país donde el gobierno alimenta la discordia y el conflicto, Macri es un hombre de paz: no critica a nadie, y apunta a la unidad de los argentinos. Su serenidad pone en jaque la feroz campaña del terror que le hacen. Si gana, su principal desafío va a ser contener las elevadas expectativas que su excelente imagen ha despertado, en un país de mucha mafia política, empresarial y sindical, donde tantos argentinos dependen -sin que medie mucho laburo- del Estado.

El caso Macri le provee pistas a la oposición en Chile, si es que esta logra organizarse: buena gestión, pero también afecto; pragmatismo, libertad ideológica; y búsqueda de unidad frente a un gobierno conflictivo.

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