La frase entre comillas suele atribuirse al Presidente Jorge Alessandri, y me parece de gran validez. Vemos habitualmente que el mundo político intenta lograr por la vía legislativa personas “más solidarias”; sin embargo, el tiro termina saliendo por la culata. Clarifico el punto con un ejemplo. Hace un tiempo escuché que un empresario, viendo las enormes diferencias salariales dentro de su empresa, había decidido fijar una brecha máxima mucho más acotada, ajustando hacia arriba los salarios más bajos. El resultado había sido muy exitoso. Se había logrado un mayor sentido de pertenencia, las personas se sentían más contentas y el mayor costo salarial se había sobrecompensado con un aumento en la productividad. ¡Excelente! Y bienvenido también que otras empresas intenten políticas similares.
¿Significa entonces que esa buena experiencia individual debe convertirse en una política pública? Para nada, ya que en este caso deja de ser percibido como un beneficio, para ser un derecho, por lo que no se logra el impacto positivo en la productividad y en la satisfacción laboral. Pero más grave aún, para muchas empresas el alza de remuneraciones que implica las haría financieramente inviables, con lo cual todos pierden.
Lo mismo es cierto cuando grandes empresarios declaran que nadie en su empresa ganará menos que un nivel determinado, superior al salario mínimo. Muy buena iniciativa, pero eso no es un acto heroico ni tampoco su política debe ser convertida en una ley, ya que las realidades empresariales son extremadamente diversas. El objetivo de una ley de salario mínimo no es promover mayor solidaridad por parte de los empleadores, ni tampoco constituye una herramienta que por sí sola eleve la productividad. Su objetivo es evitar situaciones de abuso, especialmente si existen monopsonios. Sin embargo, si se establece un salario mínimo muy elevado, puede dejar sin empleo formal a los trabajadores menos calificados. Existen indicios de que esa situación se está dando en nuestro país, si consideramos que el desempleo de los jóvenes (15 a 24 años) llega a un 20,4%, mientras que en el 20% más pobre la tasa de desempleo es de 24,3%, cifras que más que duplican la tasa de desempleo total. Las tasas de informalidad en estos grupos son también muy superiores al promedio.
La ciencia económica permite predecir que las políticas públicas que buscan mejorar la situación de los trabajadores a través de obligar a los empleadores a dar mayores beneficios a sus trabajadores suelen beneficiar a un grupo y perjudicar a otros, normalmente los más vulnerables. En cambio, cuando las empresas adoptan en forma voluntaria este tipo de políticas, pueden salir beneficiadas, lo que se conoce como la teoría de los salarios de eficiencia. Esta plantea que puede ser positivo para una empresa entregar condiciones laborales superiores a las que entrega el mercado, ya que con eso atrae talento y reduce la rotación laboral, todo lo cual favorece la productividad y, por ende, los resultados de la empresa. Sin embargo, si las normas laborales buscan emular esas favorables condiciones laborales para el resto de los trabajadores, el resultado no será un aumento generalizado de la productividad y una mejoría del clima laboral en general, sino que dejará a parte de las empresas y trabajadores fuera de mercado, y serán las empresas de menor tamaño y los trabajadores de menor calificación los que se verán perjudicados.
La política laboral que ha seguido este Gobierno, de un aumento significativo de salario mínimo, reducción de jornada, cotizaciones de seguridad social de cargo del empleador, y ahora su propuesta de negociación ramal, van en la línea errada de exigir a las empresas menos productivas o de menor tamaño que equiparen sus costos laborales a los de las grandes empresas, sin considerar que eso las puede hacer desaparecer. Cuando se plantea ese riesgo, la respuesta que surge a veces es “si no pueden dar mejoras importantes a sus trabajadores, mejor que desaparezcan”. ¿Y qué hacemos entonces con sus trabajadores? ¿Ellos también deben desaparecer?
Lo anterior no significa eliminar las leyes laborales, son muy necesarias, solo que deben ser acordes a la realidad del mercado. Tampoco significa que los empleadores deban desentenderse de la situación de sus trabajadores, por el contrario, “no se puede legislar sobre las conciencias”, pero si algo hemos aprendido en estos años es que la ética debe estar en el centro de la actividad empresarial. Y no se trata de dar condiciones laborales que pongan en riesgo la sostenibilidad de la empresa, sino de considerar que los trabajadores son mucho más que un mero factor productivo.
Un reciente estudio de la Universidad de los Andes concluyó que un 33% de los trabajadores no se siente valorado en su trabajo, porcentaje que sube a 40% en los trabajadores de estrato bajo. También preocupante, un 38% responde que aprende poco y nada en su empresa, y un 48% dice que no toma ninguna decisión relevante para su organización. La compensación del trabajo es mucho más que un sueldo, y parece que la deuda en esos otros ámbitos es importante. Son materias que no se pueden legislar, pero que podrían generar cambios muy importantes en la productividad, y de esa forma, también en las remuneraciones. (El Mercurio)
Cecilia Cifuentes
Directora ejecutiva del Centro de Estudios Financieros ESE Business School Universidad de los Andes