Estamos viviendo un período marcado por el riesgo y la amenaza. Diversos factores configuran un cuadro de inseguridad afectando nuestras vidas cotidianas y el funcionamiento de la sociedad. No es claro cuánto durará esta crisis, ni cómo evolucionará, ni tampoco cuál será la salida. Los mercados se agitan, los sistemas de salud pública están tensionados frente a la pandemia, las protestas sociales han impactado en el sistema político y en la economía y nuestro modo de producir y consumir aparece cuestionado por el calentamiento global.
Por un cierto tiempo parecía que nos hubiéramos acostumbrado a que la vida social transcurriera según ciertos parámetros de racionalidad: el país progresaba y la posibilidad del anhelado desarrollo parecía al alcance de la mano. Fue un período en que primó la racionalidad económica para abordar los desafíos del país. Todo parecía calculable. Era el reino de la causalidad lineal. La preocupación estuvo en las políticas públicas, a veces en desmedro de la política en cuanto tal.
Las catástrofes naturales que periódicamente asolan nuestro país debieran habernos prevenido frente a esta pretensión ingenua y soberbia. Chile no era un oasis en un mundo turbulento.
Cuando se ha desmontado el enfoque puramente racional de los fenómenos, parece oportuno recordar que desde antiguo la política ha estado marcada por factores imprevistos. No me refiero sólo a la noción de destino, que los griegos buscaban desentrañar en el oráculo de Delfos, sino a algo incluso más complejo y que algunos autores clásicos han denominado: fortuna. Porque el destino supone un curso predeterminado y fijo de los acontecimientos que domina la libertad humana y que los pensadores cristianos tradujeron en la noción de providencia divina. La fortuna, en cambio, es algo más inexplicable y caprichoso porque no obedece a una lógica predeterminada.
La mitología romana representa a la Fortuna como una diosa, a veces con los ojos vendados, que empuña una rueda como símbolo de una ruleta que gira constantemente; iba acompañada de la diosa de la Ocasión, prácticamente calva, para mostrar lo difícil que era agarrarla a tiempo.
El historiador Polibio entre el 200 y 118 AC, al analizar el auge de Roma, luego de pasar revista a una serie de factores que habían favorecido la dominación romana sobre todo el mundo conocido, no pudo menos que referirse a hechos y procesos que por mero azar determinaron el curso de los acontecimientos. La fortuna es una forma de señalar lo desconocido e incontrolable, incluso lo imprevisible, lo que se escapa a nuestro conocimiento y racionalidad. Para enfrentar estos desafíos Polibio consideró que el sistema político romano era en su tiempo el más adecuado por la complejidad de sus instituciones, las virtudes de sus ciudadanos y la forma de resolver sus conflictos.
La actual crisis nos lleva a concluir que es condición innata de nuestro vivir el estar inmersos en un mundo complejo, que siempre nos sorprende y desconcierta. Muchas veces la suerte de los imperios, de las batallas y de los gobernantes se ha decidido por hechos fortuitos. Las pestes han impactado en la vida social y las crisis económicas en el progreso de los países. Esta realidad se ve incrementada con la globalización: un virus en el centro de China remece al mundo, un conflicto sobre el precio del petróleo entre Rusia y Arabia Saudita descuadra a los mercados.
Los gobernantes deben estar conscientes y preparados. No son tempos tranquilos. Nada se saca con execrar ciertos efectos negativos de las redes sociales, como seguramente hicieron en su época con la imprenta, la radio o la televisión. Por el contrario, hay que incorporar los adelantos de la ciencia.
Frente a la incertidumbre Maquiavelo se pregunta en el famoso capítulo XXV de El Príncipe si no debiéramos “dejarnos gobernar por la suerte. Esta opinión se ha generalizado más en nuestros días por los grandes cambios de las cosas que, más allá de cualquier conjetura humana, se han visto y se ven cada día”. Pareciera no estar hablando en el Renacimiento, sino en nuestros días. Sin embargo –afirma- nuestro arbitrio o libre albedrío nos permite determinar al menos la mitad de nuestras acciones. Haciendo una alegoría, compara la fortuna con una inundación caudalosa que arrasa con todo, pero a renglón seguido afirma que las personas pueden con anterioridad edificar diques y canales para evitar o al menos aminorar el daño.
Aconseja Maquiavelo a los gobernantes estar siempre preparados para las crisis, a prever el infortunio y adaptarse con flexibilidad a las cambiantes circunstancias de la historia. Ellos deben conformar su proceder a los signos de los tiempos. En esto consiste, al menos en parte, la cualidad del político: intuir el peligro, precaverse para los períodos duros, ser capaces de cambiar de actitud cuando las circunstancias lo aconsejen y no insistir porfiadamente en acciones que en un tiempo pudieron ser eficaces pero que a la luz de los acontecimientos han perdido esa cualidad. Los gobernantes fracasan cuando pierden contacto con la realidad y no hay concordancia entre los nuevos desafíos y su forma de pensar y actuar.
Incluso los economistas, a veces tan seguros en sus aseveraciones, muchas veces no han sido capaces de advertir el peligro de las crisis. Así sucedió por ejemplo en la del 2008. Los gobernantes, si bien deben contar siempre con expertos asesores económicos, también debieran adentrarse en la historia, que enseña como un libro de imágenes y ejemplos las diversas formas de sortear las dificultades. Así podrán percibir mejor la oportunidad de las decisiones y aprovechar las ocasiones que se les presentan.
Así enfrentamos la crisis del 2008 echando las bases de una recuperación económica. ¿Sucederá ahora otro tanto?
La conducta de las personas no se guía sólo por la razón. El gran sicoanalista chileno Matte Blanco nos advierte cómo el inconsciente condiciona el comportamiento humano y de qué manera la política se encuentra en una de sus dimensiones más insondables, donde muchas veces se confunde lo singular con lo general y no se advierte la secuencia temporal de la vida. El gobernante que también responde a su propio inconsciente, debe también saber apelar a las personas con toda su complejidad.
La política, antes que una ciencia, es un arte. Y la democracia, la mejor forma de conducir los procesos cambiantes, pese a estar necesitada de una profunda renovación para poder enfrentar mejor los desafíos del siglo XXI. El autoritarismo, al simplificar arbitrariamente los fenómenos y recurrir a la fuerza, sin darse cuenta obnubilado por los halagos y el ritual de la obsecuencia, va cavando su propia tumba.
Concluimos señalando que la política debe tener un fundamento y un propósito racionales, pero al moverse en un mundo cargado de incertidumbres, debe también tomar en consideración esas circunstancias, especialmente en tiempos de rápidos cambios tecnológicos, de creciente globalización, donde los aparatos tradicionales de poder han ido perdiendo eficacia y la ciudadanía ha ido ganando fuerza y protagonismo.
José Antonio Viera Gallo/El Líbero