Un hecho simbólico del estallido social de octubre fue la proyección de la palabra “dignidad” en un costado del edificio Telefónica. En medio de la violencia, el fuego y la destrucción, esa intervención, como tantas otras, fue aplaudida, pero también usada. La palabra dignidad, sin mayores cuestionamientos sobre su verdadero sentido y significado, se tomó el espacio. Hablar de Plaza Italia o Plaza Baquedano era anatema. Estábamos frente a Plaza Dignidad.
Ahora bien, mucho de lo que sucedió en ese espacio y en ese período fue lo opuesto a la dignidad. Había que tumbar la estatua del general Baquedano, profanar la tumba del soldado desconocido y destruir o incendiar lo que estuviera al alcance. Lo que resulta incomprensible es que toda esa borrachera octubrista ocurrió bajo el eslogan de la dignidad.
La firma del “Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución” dio paso a los noviembristas. La sensatez institucional fue la válvula de escape política. Pero el espíritu refundacional del Frente Amplio y el revolucionario del PC seguían muy activos. En enero de 2021 el Frente Amplio y Chile Digno, liderado por el PC, se unieron para enfrentar la contienda política. Esta nueva coalición —otra ironía de la historia— se llamó “Apruebo Dignidad”. Aunque el Apruebo perdió y vimos muy poca dignidad, el Gobierno todavía se refugia bajo ese contradictorio paraguas. Quizá ya llegó la hora de buscar otro nombre para recuperar la verdadera dignidad.
Desde la antigüedad, basta recordar a Cicerón, la dignidad es una palabra que inspira respeto y sentido republicano. Y desde la Ilustración, tiene un sentido humano vinculado a la libertad. Como decía Kant, cada persona es un fin en sí misma. Al final, la dignidad se gana en la cancha del juego social y político. No es solo una proyección luminaria. Es algo mucho más serio y profundo. Por eso hablamos de dignatarios. En ellos depositamos la dignidad. Y por eso nos dirigimos a nuestros representantes y autoridades con ese necesario respeto republicano.
Chile, ya lo sabemos, es un país de contrastes. Nuestra larga geografía, desde el desierto hasta los hielos, con esa cordillera que abraza al océano, es reflejo de nuestro vértigo pendular. A ratos surgen tormentas. También nos azotan terremotos y erupciones volcánicas. Pero al final el clima amaina, la tierra se calma y la lava se asienta. Lo que hemos vivido tiene algo de nuestra loca geografía. Saltamos del oasis de Piñera al estallido y sorteamos la pandemia para recuperar la normalidad, esa “normalidad” de la cual tampoco se podía hablar. Un ejército de erinias todavía observaba y velaba por el octubrismo redentor.
El ocaso político del octubrismo es palpable. Según la última encuesta CEP, la mayor preocupación de la ciudadanía es la delincuencia, y las instituciones que más han recuperado la confianza ciudadana son Carabineros, la PDI y las FF.AA. Por ejemplo, si en diciembre de 2019 solo un 19% apoyaba que Carabineros “usara la fuerza contra un manifestante violento”, hoy esa cifra alcanza a un 44%. Hay un llamado desesperado al orden, la ley y la seguridad.
Si antes la dignidad era rabia, violencia y destrucción, hoy la dignidad vuelve a lo más simple y básico. También a lo bello. El jueves de la semana pasada ocurrió algo memorable. La Universidad de Chile, junto a la Orquesta Sinfónica Nacional y el Coro Sinfónico, realizó un concierto ciudadano con la novena sinfonía de Beethoven en Plaza Italia. Y ya nadie hablaba de Plaza Dignidad.
La música de Beethoven y el público nos recordaban lo esencial. Fue un símbolo que comunicaba y unía bajo esa ansiada dignidad. La oda a la alegría de Schiller reemplazaba la oda a la violencia. Por fin la majestuosa dignidad, sin aspavientos ni soberbia, volvía a ocupar la vieja y vapuleada Plaza Italia. (El Mercurio)
Leonidas Montes