Si usted, estimado lector, cree que estamos hablando de personajes reales de nuestro tiempo -de esos de los que la prensa nos ofrece día a día nuevas sorpresas-, lamento desilusionarlo. Es ficción, pura ficción. Se trata de Aliro Toro, uno de los protagonistas de la novela de Arturo Fontaine «Oír su voz». Esta fue publicada hace ya ¡veintitrés años! Según escribió David Gallagher, ella pintaba «un cuadro auténtico del mundo de los negocios» justo antes que estallara la crisis económica de 1982.
«Amparado en su lenguaje y reputación de técnico, transformó la teoría económica que dominaba en una maquinaria para el cambio social y en un instrumento para la conquista y manipulación del poder dentro de la dictadura». En estos términos se refería Fontaine a otro personaje, también de ficción: Antonio Barraza, funcionario del Banco Central que, tras bambalinas, ayudó a Aliro Toro a construir su imperio. Porque esta era la verdad, según la imaginación desbordada de Fontaine. «La súbita prosperidad de Toro no se debía tanto a su eficiencia propiamente empresarial, sino a la astucia con que había descubierto y previsto los cambios legales e institucionales que él, Antonio Barraza, había logrado impulsar desde el régimen. Gracias a su departamento de estudios del Banco Agrícola y Ganadero, Toro había podido calibrar antes que nadie las oportunidades de lucro que ofrecía cada nuevo marco jurídico que se establecía e incluso, muchas veces, influir en su dictación. Toro entraba el primero al rubro y su posición dominante resultaba después incontrarrestable».
Lo vuelvo a repetir: nada de esto dice relación con acontecimientos recientes, sino que responde a la desbordada imaginación de un novelista, quien habla de sucesos que están muy lejos en el pasado, como fue el desplome de grupos empresariales surgidos a fines de los años setenta del siglo pasado, en el marco de las reformas económicas impulsadas por los llamados Chicago Boys . «Y lo que le incomodaba, lo que le dolía, y ahora que estaba en peligro comenzaba a infectarle el alma, era que esto significaba que él, Antonio Barraza, había trabajado al final de cuentas para enriquecer a Aliro Toro. Se sentía usado». Recordaba que, aun en el apogeo de su poder, nunca había sido incorporado al círculo social de los que tenían raíces aristocráticas y manejaban realmente las riendas de los negocios. Se daba cuenta de que los que se habían beneficiado de sus servicios y ahora le exigían lealtad lo habían tratado siempre como un mayordomo. Descubría con horror que en cualquier momento lo dejarían solo y terminaría como el pato de la boda, mientras sus mandantes saldrían de la crisis libres de polvo y paja. No fue así -en la novela, me refiero-, pero era lo que temían Barraza y varios como él.
El poeta Armando Uribe, cuando se publicó, señaló que la novela de Fontaine «revela una cierta manera de ser de los que han mandado y mandan. En cuanto haya escritores como este (y el caso entre nuestros novelistas es casi único) capaces de representarlo, quiere decir que algunos son grandes».
Fontaine es un grande. «Oír su voz», sin embargo, pasó al olvido. Con esto la realidad pudo emanciparse de la ficción. Y, como se ha descubierto en los últimos meses, superarla. (El Mercurio)