Operación 50 años: intento frustrado

Operación 50 años: intento frustrado

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Bien puede decirse que la «Operación 50 años» imaginada por el gobierno Boric -esto es, el conjunto de acciones de conmemoración llevadas a cabo con arreglo a un plan para condenar el golpe de Estado de 1973 y a la dictadura pinochetista, junto con rescatar la memoria de la UP en la persona del Presidente Allende y de las víctimas de la represión dictatorial y reafirmar el compromiso de la sociedad y el Estado con los derechos humanos- estaba destinada a convertirse en un espacio de lucha en torno a la forma cómo los chilenos imaginan el pasado, el presente y el futuro de la nación.

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En efecto, de acuerdo con la clásica enunciación de Benedict Anderson, las naciones, son “artefactos culturales de una clase particular”; idea que arranca de fines del siglo XVIII. Representan, según este autor, comunidades políticas imaginadas que, a la vez, son inherentemente limitadas y soberanas.

¿Qué significa esto?

En primer lugar, comunidades «imaginadas», en el sentido que quienes formamos parte de ellas -los chilenos y chilenas, en nuestro caso- jamás llegaremos a conocer a la mayoría de los compatriotas; no los veremos ni oiremos siquiera hablar de ellos. Pero a pesar de eso, de tener una relación personal con apenas un pequeño círculo de connacionales, “cada uno vive la imagen de su comunión” según escribe Anderson. Y todos sienten pertenecer a una misma asociación culturalmente significativa.

Enseguida, comunidades «limitadas», pues tienen fronteras y se distinguen de otras naciones con las que conviven en paz o conflictivamente, cada una dotada de su propio imaginario social. En cambio, según acota nuestro autor, “ninguna nación se imagina con las dimensiones de la humanidad. Los nacionalistas más mesiánicos no sueñan con que habrá un día en que todos los miembros de la humanidad se unirán a su nación”.

Además, cada nación se imagina «soberana», sobre la base de su propia organización político-territorial, que se proclama independiente, o bien, lucha por su emancipación. “La garantía y el emblema de esta libertad es el Estado soberano”, afirma Anderson.

Por último, y aquí cito por última vez a nuestro autor, la nación “se imagina como ‘comunidad’ porque, independientemente de la desigualdad y la explotación que en efecto puedan prevalecer en cada caso, la nación se percibe siempre como un compañerismo profundo, horizontal. En última instancia, es esta fraternidad la que ha permitido, durante los últimos dos siglos, que tantos millones de personas maten y, sobre todo, estén dispuestas a morir por imaginaciones tan limitadas”.

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En el marco antes descrito, es fácil entender el profundo sentido que poseía la «Operación 50 años» para el gobierno y los partidos gobernantes. Buscaban, ante todo, incidir en la manera en que nos pensamos, sentimos y relatamos como una comunidad imaginada. Y esto, de varias maneras.

Ante todo, el gobierno Boric buscaba situar su propia trayectoria en relación con la propuesta de Allende de una revolución que, se insiste ahora, se encaminaba hacia un socialismo construido democráticamente. Esta inscripción del boricismo frentamplista en la comunidad imaginada de las izquierdas -el pueblo chileno naturalmente de izquierdas o centroizquierda, como suele decirse- presenta varias dificultades, sin embargo, además de ser notablemente anacrónico.

En efecto, el proyecto revolucionario de Allende y la UP se situaba dentro del ciclo revolucionario marxista-leninista soviético del siglo XX (y de ese lado de la guerra fría), mientras la nueva izquierda del Frente Amplio (FA) y de Boric es postrevolucionaria y su pensamiento estratégico ajeno al marxismo-leninismo-soviético.

Del mismo modo, el carácter democrático-social-liberal del proyecto boricista, que se ha venido decantando en la práctica después del plebiscito del 4-S, y es resistido por el PC, poco tiene que ver con la radical crítica a la democracia-liberal-burguesa de la UP, misma que hasta el final mantuvo atrapado en la ambigüedad al Presidente Allende.

Adicionalmente, el doble puente Boric-Allende, FA-UP, resulta anacrónico, pues reúne ficticiamente a dos comunidades imaginadas de izquierda que se hallan separadas por un abismo desde el punto de vista de la economía política nacional.

Mientras la UP apuntaba a la utopía de una revolución socialista que debía terminar con, y superar al, capitalismo chileno heredero de un modelo de desarrollo de industrialización manufacturera «hacia dentro», la propuesta del boricismo-frenteamplista, hasta donde existe, apunta hacia un modelo capitalista de economía verde, nueva matriz productiva y un Estado emprendedor (a la Mazzucato). Todo esto dentro de un cuadro de inserción competitiva y libre comercio en una economía capitalista global.

En breve, nada más distinto que estas dos comunidades imaginadas de izquierda, las cuales se pretendía conectar mediante un relato de “grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”.

Ni las alamedas de entonces ni las de ahora son un mismo camino -revolucionario aquel, democrático este- ni la ‘sociedad mejor’ anunciada en uno y otro momento pueden imaginarse siquiera como emparentadas; una pertenece al universo de economías centralizadas y Estado (de partido revolucionario) a su cargo y, la otra, a una fase capitalista de Estado socialdemócrata y economía de nueva matriz productiva y políticas posneoliberales.

En breve, se trata de dos proyectos, dos imaginarios y dos épocas con coordenadas intelectuales distintas, opuestas en aspectos centrales. El esfuerzo de tender puentes entre ambas orillas estaba condenado a no prosperar.

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Si el primer movimiento de la «Operación 50 años» estuvo dirigido a la comunidad imaginada de las izquierdas, el segundo conecta con la nación como comunidad imaginada, su trayectoria durante el último medio siglo, sus relatos y mitos, y su memoria leída desde la actualidad y proyectada hacia (y desde) el futuro.

Efectivamente, la memoria de una sociedad es creada y recreada continuamente. Es uno de los artefactos culturales que, al decir de Anderson, forma la conciencia colectiva sobre la cual se levanta nuestra comunidad imaginada; nuestro Estado-nación.

Desde esta perspectiva, el golpe de Estado -con sus señas simbólicas más densas, esto es, el bombardeo de La Moneda, la inmolación del Presidente-mártir, las primeras fotografías de la Junta Militar, el toque de queda, los detenidos y asesinados en el Estadio Nacional, el desencadenamiento de la represión en las calles, poblaciones, plazas, hogares, buques, universidades, etc. y el aplastamiento de los profetas desarmados– junto con la dictadura que aquel golpe impone y que prolongará la persecución y el control por 17 años, constituyen un verdadero trauma.

La RAE, siguiendo de lejos el lenguaje de Freud, define el trauma como un choque emocional que produce un daño duradero en el inconsciente. El golpe de Estado y las secuelas inmediatas del sometimiento de la sociedad civil a la represión militar y de sus servicios de inteligencia -bajo la protección de la élite política de derechas (cómplices pasivos), la élite social (la ‘clase alta’) y la élite mediática, y con el apoyo de un amplio sector de la población- provocan un trauma que se instala en la profundidad de la conciencia colectiva de las víctimas y sus familias y, también, de los victimarios y sus herederos. (Nota: este proceso traumático está dramáticamente capturado en la película El Conde).

Para el sociólogo Neil Smelser, el trauma es un género particular de memoria colectiva que corresponde a “una memoria aceptada y públicamente reconocida por un grupo significativo de miembros, y que evoca un acontecimiento o una situación que: (a) está cargado de afectos negativos, (b) es percibido como indeleble, (c) es considerado como amenaza a la existencia de la sociedad o como una violación de ciertos presupuestos culturales fundamentales” (Loriga, 2018, p.100).

La conformación de la comunidad imaginada chilena supone, desde el mismo 11-S de 1973, integrar de alguna forma el trauma causado por el golpe de Estado, reelaborar continuamente la memoria del mismo y resolver la disputa entre las diferentes narrativas referidas al pasado, disputa que se vio activada y estimulada por la «Operación 50 años».

El gobierno de Boric trabajó bajo el supuesto que, a medio siglo del trauma, sería posible finalmente integrarlo desde una visión de izquierdas; es decir, bajo la forma de una condena universal del golpe de Estado, el repudio a los horrores de la dictadura y un compromiso con el “nunca más” a la violación de los derechos humanos. Se generaba así una plataforma ética para proyectar una comunidad imaginada reconciliada o, a lo menos, reencontrada.

Esto era, en cualquier caso, lo que transmitía el mensaje central del sitio del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio: “El 11 de septiembre de 1973 un Golpe de Estado civil-militar interrumpió de manera violenta la convivencia democrática de chilenos y chilenas, marcando la historia del país, y remeciendo al mundo entero. A 50 años confirmamos nuestro compromiso con los Derechos Humanos, convencidos que la democracia se construye con memoria y futuro”.

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No previó el gobierno, en cambio, que su propósito -inicialmente manifestado a través de Patricio Fernández, asesor presidencial encargado de la Operación, pero luego ‘cancelado’ y sustituido por una visión más combativa de rememoración de Allende y denuncia de las derechas-promotoras-y-cómplices-del-golpe- desataría una verdadera guerra cultural de trincheras en torno a la memoria y su lugar en los relatos de las distintas fracciones de la clase política.

De inmediato, por ejemplo, la izquierda frenteamplista-PC se alineó tras una lectura revisionista de la UP y Allende. Se postuló que eran portadores de una transformación socialista-democrática que, de inmediato, suscitó una sobrerreacción violenta del bloque militar-civil de derechas, digitado a distancia por la política de seguridad hemisférica del gobierno de los EE.UU. Una derecha, entonces, antidemocrática y fascista, contra una izquierda democrática y progresista. Mismo cuadro que, según un editorial del órgano oficial del PC, volvía a aparecer ahora, 50 años después, y amenazaba el futuro del país desde la herencia del pinochetismo, el Partido Republicano.

Del lado de las derechas, su propia deriva ideológico-política reciente, y sus comportamientos tácticos de obstrucción frente al gobierno de Boric, siguieron una similar trayectoria bélico-cultural. Al rescate de su propia versión del trauma del 11-S, y en la búsqueda de una posición decente dentro de la comunidad nacional imaginada, las derechas, ahora favorecidas por el hecho de tener en sus manos las llaves del proceso constituyente, contraatacaron con el discurso de la inevitabilidad del golpe de Estado (llamado en este caso, más inofensivamente, ‘quiebre democrático’), del cual culpan a Allende, la UP y los grupos de ultra izquierda. Así, el golpe sobrevino preventivamente para evitar un mal aún mayor: la toma del poder por las fuerzas revolucionarias (comunistas). Se trataba pues de un juego de acción / reacción, donde esta última -se decía- era apenas equivalente a la fuerza de la amenaza inminente.

A su turno, embarcadas en esta guerra discursiva, las derechas terminan enarbolando una narrativa justificatoria de la dictadora, entendida como una suerte de cirugía depuradora de la sociedad con inevitables excesos, compensados a su vez en una trágica balanza de costos y beneficios.

O sea, el costo del sufrimiento social de las víctimas y de los efectos de la transformación dictatorial de la sociedad se contrapesa con los beneficios que, una vez arribada la democracia y bajo la lógica de esta, producen los gobiernos y las políticas de la Concertación. Esto es, un notable mejoramiento en las condiciones materiales de vida de la población, una drástica reducción en los niveles de la pobreza y un aumento de la participación masiva en los servicios sociales y el consumo.

En suma, la dictadura, y los escombros humanos que dejó a su paso, habrían sido largamente compensados por la elevación (posdictatorial) de los niveles de vida y por una recuperación pacífica de las instituciones democráticas. El hipócrita lector recordará este verso: “Cada día hacia el Infierno descendemos un paso”.

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Resta por observar el tercer movimiento de la «Operación 50 años»: ¿Cómo quedan dispuestas las piezas en esta guerra cultural de trincheras, en la perspectiva de nuestra comunidad nacional imaginada?

Por lo pronto, la clase política y la esfera mediática donde aquella se desempeña salen, al menos momentáneamente, más divididas. En el mundo de ideas carl-schmittianas al que hemos ingresado, efectivamente, la política pasa a ser entendida como una confrontación amigo-enemigo.

Desde las izquierdas, esta antinomia significa progreso contra reacción, pueblo contra élites, y primacía de la política sobre el derecho en la comprensión del orden constitucional. Desde las derechas, en cambio, significa la movilización de elementos emocionales -identitarios, por ejemplo- contra la deliberación y el pluralismo democrático; las pulsiones del pueblo (la gente) contra el establishment, la reclamación hobbesiana de orden y seguridad frente al liberalismo donde los órdenes y las jerarquías conviven con su crítica y transformación.

En su conjunto, bajo estas concepciones contrapuestas, la esfera político-mediática se degrada al convertirse en un espacio de trincheras opuestas y excluyentes, como ocurrió con muchos de los debates de la conmemoración del 11-S de 1973. Pues los discursos concurrentes se radicalizan, adquieren un tono inconfundiblemente moralizante y las fracciones enfrentadas reclaman para sí una superioridad histórica, ética y cognitiva en la producción de la memoria colectiva.

Así, para unas trincheras (de la derecha), el golpe de Estado pasa a ser un hecho inevitable, la dictadura vuelve a adquirir un sentido depurador, Pinochet es saludado como un estadista y la dictadura se vuelve un mal menor frente a la amenaza de destrucción total que -en el código binario de la guerra fría- representaba el gobierno de Allende y la UP.

Como expresa gráficamente una historiadora representativa de este mundo de las derechas: “Para mí sin duda [el golpe] era inevitable. Era imposible que no se produjera una reacción a un Gobierno que quería reformar completamente a Chile. Iba contra nuestra identidad, contra nuestros 200 años de historia, contra nuestros principios fundamentales. Era inevitable, porque si no había golpe militar, había guerra civil. No había otra alternativa. Quiero decir que las FF.AA. actuaron porque las fuerzas políticas fallaron, es así de simple. Además, no podemos olvidar que el primero que llama a las Fuerzas Armadas a actuar en política, siendo que eran institución apolítica por esencia, fue el propio gobierno de Allende. Hay un discurso de la izquierda que quiere dejar en la oscuridad una parte de la historia” (P. Arancibia, entrevista El Mercurio, 17 de septiembre de 2023).

A su turno, desde las trincheras opuestas (de izquierdas), se proclama la santidad (perfecto y libre de toda culpa) del gobierno de la UP y de su Presidente mártir, y se  acusa a las FF.AA. y a las fuerzas civiles de derecha de haber desencadenado una reacción violentamente fascista frente a una amenaza inexistente, apoyadas por el imperialismo yanki en su diseño golpista, el que habría culminado en una dictadura de exterminio de los sectores progresistas, con la complicidad moral pasiva de los poderes fácticos.

Según proclamaba una centena de intelectuales y artistas desde estas trincheras en un manifiesto de julio pasado: “A 50 años del Golpe de Estado civil-militar, hacemos un llamado para que esta conmemoración se asuma con la relevancia de un hito histórico fundamental que marcó a generaciones en Chile y el mundo entero. Vimos con horror cómo era derrocado a sangre y fuego no solo un gobierno elegido democráticamente y un Presidente que murió en La Moneda defendiendo la democracia, sino también un proyecto de cambio social por vía pacífica, ‘la vía chilena al socialismo’, que paradojalmente, fue bombardeado para instalar un régimen cuya crueldad y desprecio por la vida y la dignidad humana quedará en los anales de la historia de la humanidad”.

A continuación, este grupo cultural comprometido, llamaba a enmarcar la conmemoración de esta fecha icónica dentro de unos parámetros definidamente de trinchera: reconocimiento a la figura del Presidente Salvador Allende como “hito central para la formación democrática de las actuales y nuevas generaciones”; convicción que “tanto el quiebre de la democracia como la muerte de un Presidente que defiende con su vida la Constitución y las leyes, no pueden ser relativizados con discursos que niegan la historia y socavan las bases mismas de toda institucionalidad democrática”; “no ceder al relato de quienes justifican el Golpe de Estado, minimizan el impacto y los efectos que esta tragedia tiene para la democracia, omiten la relevancia de la intervención extranjera, ocultan el brazo artero y criminal de la sedición de la extrema derecha”; y a “articularse en la defensa de la democracia y las libertades, hoy en riesgo con el avance de la ultraderecha parapetada en discursos neofascistas que, como 50 años atrás, representan un retroceso para la humanidad”.

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A su turno, un elemento central en el surgimiento de una comunidad imaginada -esto es, la continuidad de la memoria colectiva como configuración en el presente de una imagen de mundo proyectada sobre un horizonte-de-futuro de la nación (“sueño país” suele llamarse a ese horizonte en el lenguaje electoral de nuestra clase política)- ese elemento vuelve a ser interrumpido, igual como viene ocurriendo desde la década de los años 1960. En efecto, durante esa década y la siguiente, hasta el 11-S de1973, primaron en la clase política, y en el electorado, los relatos revolucionarios. El primero, de ‘revolución en libertad’ (Frei Montalva-DC); el siguiente, de ‘transformación socialista en democracia’ (Allende-UP).

Aquel impulsado por el gobierno de EE.UU. (Alianza para el Progreso) como un modelo alternativo de cambio frente a la propuesta revolucionaria de Fidel Castro, el Che y la OLAS e inspirado en un diagnóstico de ‘crisis integral de Chile’. Esta crisis debía enfrentarse mediante reformas estructurales “en la lucha contra el estancamiento, la inestabilidad, la desigualdad, la dependencia, la falta de participación, de representatividad y de solidaridad”. Era una propuesta revolucionaria pero no rupturista, en la medida que se mantenía dentro del marco del capitalismo, pero modernizado, transformado, democratizado y comunitarizado. Una propuesta, si se quiere, de impronta cristiana, humanista y de avanzada.

El otro relato, el de Allende y la UP, en tanto, se situaba más a la izquierda y apuntaba, aunque fuese ambiguamente, a sustituir el marco de desarrollo capitalista para instaurar una economía, una sociedad, una cultura y una política socialistas. Según expresó el propio Presidente Allende en su discurso a la nación del 21 de mayo de 1971, “Chile es hoy la primera nación de la tierra llamada a conformar el segundo modelo de transición a la sociedad socialista (…) No existen experiencias anteriores que podamos usar como modelo; tenemos que desarrollar la teoría y la práctica de nuevas formas de organización social, política y económica, tanto para la ruptura con el subdesarrollo como para la creación socialista”.

Este discurso utópico de excepcionalismo nacional situaba a Chile necesariamente en el radio de influencia del campo soviético dentro de la guerra fría (aunque como un planeta menor y de escasa trascendencia, como pronto se mostraría), próximo pero distinto al proceso revolucionario cubano, e inspirado -como expresan los debates ideológicos de la época- por diversas visiones del pensamiento revolucionario marxo-leninista. Según comenta un estudioso de esa experiencia revolucionaria, aquel “proceso de transición del capitalismo dependiente al socialismo, que implicaba nada menos que el relevo en el poder de la oligarquía por el pueblo, el desplazamiento de la hegemonía de la burguesía por la de la clase trabajadora y la construcción de una nueva economía predominantemente socializada y planificada, se haría en Chile de modo pacífico y en el marco del Estado de Derecho que garantizaría el respeto a las prácticas democráticas, el pluralismo político y las libertades ciudadanas” (Riquelme,  2007). Ya en un ensayo anterior hemos observado las ambigüedades de este proyecto revolucionario y la separación entre su retórica amenazante (propia de ‘profetas desarmados’) y su práctica política y de gestión. Éstas últimas estaban constreñidas por el hecho de ser el gobierno de la UP un gobierno de minoría -parlamentaria, electoral (a pesar de un apoyo del 40% del electorado) y en el mapa de los poderes fácticos -circunstancia que inevitablemente debía conducirlo al fracaso (¡pero no a un golpe de Estado ni a una dictadura pinochetista!).

Con el ascenso violento al poder del bloque militar-civil de derechas -que también contaba con apoyo popular pero, sobre todo, con una capacidad ilimitada de represión sobre el conjunto de la sociedad civil- se instala y elabora a lo largo de los próximos 17 años (1973-1989) un imaginario de revolución capitalista neoliberal y de ‘democracia protegida’, autoritaria y políticamente iliberal avant la lettre que, según muestra Mansuy, hizo posible la convergencia entre economicismo neoliberal y subsidiaridad individualista. Ese paradigma, consagrado en la Constitución de 1980, se impuso represivamente a la sociedad chilena. Por momentos llevó a sus promotores y guardianes a imaginar que con él -y con los cerrojos autoritarios que debían asegurarlo en el futuro- había culminado la historia de la nación chilena, restaurando su profunda vocación portaliana de orden, fuerza y comercio al amparo del peso de la noche.

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El intenso ciclo que ahora, retrospectivamente, podemos llamar de comunidad imaginada revolucionaria, aunque con significados divergentes y opuestos como hemos visto -sucesivamente de principios social-comunitarios, socialistas-utópicos-confrontacionales, y autoritarios-neoliberales impuestos por la fuerza-, concluye con la recuperación pacífica de la democracia en 1989. Ésta se materializa, primero que todo, por la lenta reactivación de la sociedad civil y luego mediante la movilización político-cívica que, conducida por una Concertación de Partidos por la Democracia, derrotó al gobierno pinochetista. Y luego pasó a dirigir el país durante las siguientes dos décadas (1990-2010).

¿En qué consistió el imaginario ofrecido por esta coalición conformada en torno al eje DC y PS-PPD, en su nueva fase post-revolucionaria?

Con todos sus matices internos y evolución ideológica a lo largo de 20 años, la comunidad nacional imaginada de la Concertación puede bien caracterizarse como un proyecto socialdemócrata de tercera vía, con un fuerte sentido de modernización capitalista e institucionalización democrática. Se trata, por consiguiente, de un pensamiento de izquierda postradicional (o postrevolucionario), con un fuerte sentido de responsabilidad democrática, cultivo de acuerdos en torno a políticas sociales progresistas (“en la medida de lo posible”), una perspectiva reformista del cambio, aceptación de los mercados (incluso de algunos instrumentos ‘neoliberales’), cooperación concertada estatal-privada (por ejemplo, en la provisión privada de bienes públicos), preocupación por la efectividad del aparato público dentro de los marcos conceptuales de la Nueva Gestión Pública, y apertura hacia temas medio ambientales, de la revolución tecnológica y de incipiente equidad de género.

Todo esto queda bien expresado en las transformaciones experimentadas por la sociedad chilena durante esas dos décadas concertacionistas: se llevó adelante un proceso de reconstrucción democrática; Chile restableció las libertades básicas; los ciudadanos gozan desde entonces de los derechos individuales propios de una democracia; progresos netos (aunque nunca suficientes) en verdad y justicia para las víctimas y sus familiares; tribunales de justicia que cambiaron de orientación en materias de derechos humanos; Chile incrementó su inserción en el comercio internacional y se transformó en un ejemplo de dinamismo económico (la metáfora ‘el jaguar de América Latina’, sin embargo, fue siempre algo ridícula); la pobreza disminuyó masivamente; se produjo una incorporación masiva de la población a los circuitos del consumo masivo y al mundo de la comunicación y la cultura de masas; la sociedad chilena experimentó una verdadera ‘revolución’ del acceso a la educación en los niveles medio y superior, y la cultura cotidiana se volvió gradualmente más diversa y plural.

Con todo, ella mantuvo sus patrones relativamente rígidos de desigualdad económica, estratificación social y de clasismo y discriminación en la vivienda, vestimenta, lenguaje, trato interpersonal, estilos de comportamiento y oportunidades de vida. A este último rasgo la investigación social atribuye la corriente subterránea de malestares que comienzan a manifestarse a fines de la década de 1990 y que, en buena medida, eran una expresión de los propios avance materiales y los cambios subjetivos experimentados por amplios sectores de la población, precisamente a causa de las transformaciones modernizadoras de la sociedad. Sobre esto último he escrito extensamente como se resume aquí.

A esos mismos malestares la prensa atribuyó, directa o indirectamente, el ‘estallido social’ del 18-O de 2019, argumento que se halla presente, igualmente, en el análisis de las ciencias sociales. El propio estallido se convirtió por su lado en fuente de un imaginario social rupturista, que persiste hasta hoy, marginalmente, bajo la inspiración del octubrismo.

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Como sea, los imaginarios de futuro surgidos tras los veinte años de experiencia concertacionista abren, a partir de 2010 -léase, primer gobierno Piñera (2010-2014), que marca el retorno de la derecha a la administración del Estado- un amplio debate que, en adelante, involucra la gobernabilidad del país y el estilo de nuestra comunidad imaginada para lo que resta de la primera mitad del siglo XXI.

De hecho, ambas dimensiones de la gobernabilidad -sus fallas en el presente y sus posibilidades proyectadas al futuro- son dos caras de un mismo fenómeno. Dicho en otras palabras, aunque resulte paradojal, la gobernabilidad presente se construye en parte importante desde su imaginario futuro, tanto como -según hemos visto acá- la comunidad imaginada de la nación depende de la elaboración de una memoria que la proyecta desde el pasado.

Lo que hemos buscado mostrar aquí es que la «Operación 50 años» intentó, sin éxito, constituir un eje de continuidad entre la superación del trauma del 11-S de 1973, el deteriorado estado actual de nuestra gobernabilidad y su proyección imaginada hacia el futuro.

Desde 2010 se abre un período que cubre ya cuatro sucesivas administraciones presidenciales -Piñera 1 a partir de 2010, Bachelet 2 a partir de 2014, Piñera 2 a partir de 2018 y Boric a partir de 2022- durante el cual hay unas marcadas oscilaciones entre izquierdas y derechas, sin que se logre estabilizar las bases de una nueva gobernabilidad. Se mantiene en vilo la aparición de una comunidad imaginada cuya ausencia, a su turno, dificulta articular un esquema de gobernabilidad en el presente. Esto fue especialmente visible con ocasión de la última alternancia, de Piñera a Boric.

En efecto, el estallido social del 18-O de 2019 (revuelta violenta + protesta social masiva) pareció crear, por un momento, la posibilidad de un nuevo imaginario revolucionario octubrista, portador de un renovado esquema de gobernabilidad a través de la Convención Constitucional y la elección del gobierno Boric. A su turno, el rechazo, mediante el plebiscito del 4-S de 2022, de la propuesta refundacional y maximalista emanada de dicha Convención, echó por tierra esa posibilidad e impuso al gobierno Boric un profundo rediseño de equipos y programa. La posterior elección de consejeros constitucionales del 7 de mayo de 2023 confirmó ese rechazo y cerró las puertas a una proyección del imaginario social de izquierdas.

Al contrario, instaló un horizonte para la aparición de una gobernabilidad imaginada de derechas, cosa que el pesimista clima político contemporáneo amenaza con convertir en una suerte de profecía autocumplida. De modo que en sólo cuatro años las derechas pasan de un estado de completa atrofia -con las protestas urgiendo en las calles la salida del Presidente Piñera- a un estadio de exaltación en que los dioses parecen sonreírle. No pueden olvidar sin embargo que, como advierte Maquiavelo, “el pueblo es de naturaleza voluble, y es fácil convencerle de una cosa, pero es difícil mantenerle en esa convicción”.

Como sea, cabe tomar nota que hace ya una década el país se debate entre la memoria traumática y un vacío de imaginario nacional capaz de convocarlo, mientras las fuerzas políticas opuestas se alternan en el poder en medio de una suerte de ‘equilibrio catastrófico’. Se rotan en la administración del Estado pero con escasa capacidad de restituir un eje pasado-presente-futuro capaz de sustentar una comunidad imaginada y asegurar la gobernabilidad.

En suma, tras 50 años de poderosos imaginarios revolucionarios -de revolución en libertad, socialista por vía democrática, y de carácter autoritario y libertad de mercados, entre 1964 y 1989- y de una comunidad imaginada en términos de modernización social e institucionalización democrática (1990 y 2010), la última década y tres años ha sido de constante lucha e inestable gobernabilidad.

El más reciente intento del gobierno Boric, de intervenir a través de la «Operación 50 años» en la recuperación y restitución de aquel eje perdido, parece haber fracasado. No digo que no haya habido algunas señales aisladas y promisorias en medio esta frustrada empresa. Como la carta de los 4 ex presidentes, la  declaración generada de común acuerdo por el Senado de la República, la verdadera explosión de ensayos interpretativos sobre nuestro último medio siglo, la diversidad de actividades artísticas, literarias y culturales sobre la memoria y el presente llevadas a cabo, y -quizá lo más importante- el plan nacional de búsqueda de víctimas de desaparición forzada en dictadura.

Sin embargo, en su expresión más propiamente político-cultural, la Operación del recuerdo y el futuro deja tras de sí un escenario de renovada división político-emocional en torno al golpe de Estado. Restituye el clivaje simbólico Allende / Pinochet, revive el antagonismo entre revolución (fantasmal) / reacción (preventiva) y retrotrae el futuro al pasado. En consecuencia, reaviva las querellas de la memoria y la guerra cultural entre morales excluyentes que afirman su superioridad, bloqueando así cualquiera posibilidad de compartir una comunidad imaginada. En este preciso, lamentable, punto nos encontramos hoy. (El Líbero)

José Joaquín Brunner