Lo primero es que hay terreno para ser pesimista, pues el daño al consenso global respecto al libre comercio y la globalización es probablemente irreparable. Este consenso fue liderado por EE.UU. al cierre de la Segunda Guerra Mundial, y es EE.UU. el protagonista de su desmantelamiento ahora. Los instintos proteccionistas son transversales en la política norteamericana, particularmente en lo que respecta a China. Un mundo menos integrado comercialmente será un mundo más pobre y que crecerá más lento. Si la falta de cooperación en el ámbito comercial se contagia a otras dimensiones, podemos temer fragmentación financiera y geopolítica más severas, además de dificultar la cooperación en la lucha contra el cambio climático, el subdesarrollo y la gestión e innovación en tecnologías emergentes.
Lo segundo es la observación que el porfiado realismo sigue capaz de imponerse al voluntarismo, incluso en EE.UU. Creo que lo más noticioso en las últimas semanas no ha sido la abrupta caída de los índices accionarios en el mundo, sino que el rebalanceo de portafolios globales saliendo del dólar. Las correlaciones habituales entre tasas de largo plazo y paridades cambiarias se revirtieron, con lo que no solo la bolsa en EE.UU. ha caído, sino que también el dólar y el valor de los bonos. Otros episodios notables donde se rompió esa correlación fue el breve período de Liz Truss al mando del gobierno en Gran Bretaña, y, por supuesto, el descuadre financiero en Chile en 2021 y 2022, en medio de niveles elevados de incertidumbre fiscal e institucional. Esta mayor aversión a activos norteamericanos es una mala noticia para EE.UU. y refleja el costo de decisiones erráticas. La pausa de 90 días en el plan tarifario refleja que la destrucción de valor y las mayores primas por riesgo son un borde duro a la política. También la pausa en la aplicación de tarifas en el sector de las telecomunicaciones e informática.
Lo tercero es que es difícil encontrar razones para estar optimista en este contexto. Pero tenemos que evaluar cómo enfrentar en Chile esta situación para acotar los daños y poder sobrellevar de la mejor forma posible las circunstancias. Por lo pronto, dado que solo han pasado algunas semanas desde los anuncios iniciales —que los próximos dos años estarán plagados de hitos de política económica relevantes en EE.UU., además de las elecciones de medio término—, tenemos que poner paños fríos y no pensar que un despliegue de apoyos fiscales inmediatos puede solucionar eventuales problemas. Ello, por varias razones. El shock que están enfrentando los mercados financieros internacionales es por incertidumbres institucionales y fiscales en EE.UU. Malamente se podrá entonces aplicar políticas que pasen a llevar las metas fiscales en Chile y que sean constructivas y den confianza a los mercados. También, como los sectores en Chile que se pueden ver afectados por el proteccionismo son exportadores de recursos naturales, el estímulo fiscal a la demanda interna no es la respuesta más eficiente. Impulsar el consumo solo desviará más el gasto de los hogares a bienes importados, abaratados por el desvío de comercio. Un escenario global debilitado, donde el dólar también ve mermado su valor por las razones antedichas, y con desvíos significativos de comercio que abaratarán nuestras importaciones, es en lo esencial desinflacionario. En ese escenario, la política monetaria tiene capacidad de reacción, calibrando y comunicando oportunamente el efecto de este shock.
En caso de que los efectos negativos del proteccionismo se prolonguen en el tiempo, se puede pensar en planes de reconversión focalizados y transitorios para los sectores exportadores más afectados, impulsar agresivamente la apertura de mercados hasta ahora menos abiertos, tanto en la región como en Asia, y concretar ventajas comparativas en energías renovables para potenciar la competitividad. Una luz de optimismo es que tenemos la capacidad de ponernos de acuerdo en estas áreas. (El Mercurio)



