Leo y releo con emoción el Diario Íntimo que Luis Oyarzún escribiera entre 1942 y 1972 y que acaba de ser reeditado en estos días. Con estas páginas, Oyarzún se revela como uno de los pensadores-poetas más importantes de nuestro siglo XX.
No exagero si digo que estos Diarios son a la prosa lo que «Residencia en la Tierra» y «Tala» o «Altazor» a la poesía. En un país como el nuestro, donde escasean los «diarios», el de Oyarzún es una rica mezcla de reflexión, contemplación y a veces casi canto. Y es en la contemplación de la naturaleza donde su escritura despliega toda su riqueza e intensidad. Pero una intensidad calma, morosa, casi taoísta a veces.
Pocos escritores chilenos han dialogado tan íntimamente con el paisaje con un conocimiento de este que nace del amor. Al hacerlo, se suma a nuestros grandes poetas, que son los únicos que han develado nuestra particular relación con las materias, con el ser de la materia. Es Mistral describiendo un encuentro casi místico con un pan, la sal o el agua, o las piedras. O Neruda descendiendo al corazón del bosque y la madera. Y eso es crucial, puesto que si hay alguna característica esencial de nuestra identidad, es la de ser un país con una naturaleza que nos excede y asombra y también golpea, y en el que la cultura parece más bien una cita al pie de cordilleras, lagos, desiertos y la selva fría.
No entender eso equivale al extravío y por eso hacemos el ridículo cuando queremos imitar o vivir como se vive en Londres, Nueva York o París. Inautenticidad que da origen a un desarraigo que puede tener funestas consecuencias. A los únicos que debemos «copiar» es a nuestros poetas que nos han dejado las pistas para que nos decidamos de una vez por todas a habitar poéticamente esta tierra. Como Teillier, que dijo que «las ciudades son accidentes que no prevalecerán ante los árboles», Oyarzún es muy crítico de la ciudad moderna, y de la tecnificación que afecta incluso a las relaciones humanas. Dice: «Casi ya no se da como posible la ociosa vagancia del hombre que busca descanso en la contemplación de la belleza en su ciudad o en el diálogo peripatético con sus amigos. (..) El hombre se comunica con el hombre a través de aparatos. ¿Podríamos imaginarnos a Sócrates discutiendo con sus discípulos a través de los hilos y esferas radiales?». ¿Podemos imaginarnos a un contemplativo como Oyarzún caminando hoy entre los miles de zombies hiperconectados que repletan nuestras calles?
Oyarzún hace un lúcido diagnóstico de la atávica incapacidad del chileno para relacionarse con su naturaleza: «El chileno no mira el paisaje ni tiene la capacidad de verlo en perspectiva, que exige una condición mental superior, la facultad de desprendimiento estético y moral (…) El habitante de estos pueblos es indigno de su paisaje natural, es un fantasma ciego». Oyarzún, en cambio, percibe los matices de la luz entre el follaje o la energía secreta de los bosques, distingue con precisión el canto de cada pájaro, al punto de que pareciera que anhelara la disolución de su «yo», para fusionarse en un Todo que lo hace palpitar y asombrarse hasta el éxtasis.
Descansa leer una prosa así en tiempos de narcisismo y onanismo literarios. Leer estos Diarios es como volver a casa. Una casa en Lo Gallardo o Tiltil o Valdivia, de un Chile secreto y delicado. Vale la pena leerlo en invierno, para nutrirse hacia adentro como hacen los árboles en esta estación, juntando energía para la primavera. ¡Cómo habría vibrado Oyarzún -tan atento al milagro y dispuesto a la gratitud- con el formidable desierto florido de este año, con más de doscientas especies de flores!
Hoy, cuando es tan fácil distraerse y fragmentarse (porque la hipercomunicación es una amenaza a la contemplación), leer a Oyarzún produce el mismo efecto que una meditación: la respiración de su escritura nos acompasa con los ritmos de la naturaleza chilena y con nuestro ser más olvidado.