Chile cumplió una década de estancamiento. En efecto, desde 2014, cuando empezaron a primar las ideas de los antes llamados autoflagelantes, que nunca estuvieron conformes con la mantención y profundización del modelo de desarrollo en 1990, el país dejó de crecer. Las cifras clarifican el punto. Durante 1974 y 2013, en que imperaron las ideas rechazadas por ese sector de la izquierda, el PIB per cápita registró un crecimiento promedio anual de 2,5%, cifra que se redujo a 0,6% promedio anual entre 2014 y 2023. Es cierto que se trata de lapsos distintos, sin embargo, permite ilustrar el importante deterioro de la última década, que no se explica principalmente por condiciones externas. El crecimiento mundial en el período 1974–2013 fue de 3,4% y se redujo a 3% en la última década. El precio del cobre en dólares constantes de 2023 fue de US$ 2,8/libra en el primer lapso, y de US$ 3,6/libra durante esta década, lo que muestra que no hemos enfrentado una situación global particularmente adversa.
“¡Pero tuvimos la peor pandemia del siglo!”. Cierto, en 2020 el ingreso per cápita cayó un 7,8%, pero producto de los estímulos excesivos creció cerca de un 11% en 2021, por lo que no es la pandemia lo que explica el mal resultado. Basta decir que fue la inversión la que se estancó en la última década (creció a una tasa de 7% promedio anual entre 1974 y 2013), por lo que se trata de un deterioro de expectativas de mediano plazo, como muestran las encuestas de percepción sobre el futuro y las estimaciones del crecimiento de tendencia.
Son varias las causas de este deterioro; la incerteza jurídica, la debilidad del Estado de Derecho y el crispado clima político, pero también resulta bastante evidente como causa la implementación de políticas públicas deficientes, sin el necesario sustento técnico. En esta materia, un ejemplo claro es lo que ha ocurrido en materia tributaria, ya que a pesar de una decena de alzas de impuestos de distinto tipo en el período, la recaudación ha subido muy poco. Hubiera bastado que en la última década Chile creciera al ritmo del mundo para que, sin ninguna reforma, la recaudación tributaria no minera fuera superior a la actual en cerca de US$ 2.000 millones.
¿Por qué no ha sido posible replicar el éxito de la reforma tributaria de 1990, la cual, a pesar de un aumento importante de impuestos, no tuvo impacto negativo en el crecimiento? De hecho, generó una recaudación bastante superior a las estimaciones oficiales al momento de su promulgación. A mi juicio, la razón se encuentra en que esa reforma mantuvo los principios que habían guiado la profunda y positiva transformación que tuvo la política tributaria durante el gobierno militar, reconocidos ampliamente como los que deben guiar un buen sistema impositivo: simplicidad, eficiencia y equidad horizontal y vertical. Estos tres aspectos se han visto fuertemente dañados en estos años, porque se ha olvidado de que las modificaciones tributarias no castigan o benefician a determinados grupos. Los impuestos los terminamos pagando todos, ya que la incidencia no la determina la ley, sino las elasticidades de oferta y demanda de bienes y factores.
La reforma tributaria de 1990 subió el impuesto corporativo de 10% a 15%, reestableciendo además la base devengada para Primera Categoría. Se mantuvo de todas formas un claro incentivo a la reinversión a través de un sistema totalmente integrado y un diferencial elevado con la tasa máxima del Global Complementario, junto con una tasa pareja para todas las empresas. Fue, además, muy claro en el discurso político de esa época la necesidad de un esquema tributario pro-ahorro e inversión, que se mantuvo inalterado hasta inicios de los 2000. En esos años el diferencial entre la tasa personal y la tasa corporativa empezó a ser considerado como una fuente de elusión, y además un beneficio que solo tenían las sociedades. En vez de corregir estos problemas, se optó por subir la tasa corporativa, primero a 17% en 2001, a 20% en 2010 y a 27% en 2014. Pero no solo eso, en 2001 se subió el tramo exento a nivel personal, y en 2007 se empiezan a crear regímenes menos gravosos para las empresas de menor tamaño, perdiendo la equidad y la simplicidad, y creando espacios de arbitraje y elusión. Es cierto que las grandes empresas tienen ventajas dadas por su tamaño, pero la vía tributaria es un mal mecanismo para emparejar la cancha, no solo por la mayor complejidad en las reglas tributarias, sino también porque los mayores impuestos a las grandes empresas los pagamos todos.
Esta lógica de reglas especiales y de desincentivo al ahorro y la inversión se exacerbó en forma muy radical en la reforma de 2014, que no solo subió fuertemente la tasa de Primera Categoría, sino que terminó con la integración tributaria y el FUT, generando fuertes incentivos a la desacumulación de capital por parte de las empresas.
La rechazada reforma de este gobierno seguía profundizando el daño, a través de terminar definitivamente con la integración, e introduciendo más impuestos al capital, con un sistema aún más complejo, lleno de reglas especiales y lógicas intervencionistas del Estado en las decisiones de las empresas.
¿No habrá llegado la hora de aprender de nuestra propia historia y de la de países como Estonia e Irlanda, recuperando un sistema de impuesto a la renta simple, parejo, competitivo a nivel externo y que sea un claro incentivo al ahorro y la inversión? No se trata solo de volver a crecer, sino también de contar con los recursos fiscales para satisfacer las postergadas demandas sociales. (El Mercurio)
Cecilia Cifuentes