En efecto, la alta fragmentación político-electoral de los años cincuenta —19 partidos con escaños en 1953 y 13 en 1957— condujo a la eliminación de los pactos electorales en virtud de sendas reformas electorales aprobados entre 1958 y 1962 (ver Ricardo Gamboa, “Reformando reglas electorales: la cédula única y los pactos electorales en Chile (1958-1962)”, en Revista de Ciencia Política, Santiago, Vol. 31, No. 2, 2011). Ello condujo a que el número de partidos efectivos disminuyera de 11,9 y 8,6 en 1953 y 1957, a entre 4,0 y 5,1 entre 1965 y 1973, produciéndose una simplificación de la oferta partidaria.
La Ley 13.913 de 1960 terminó con los pactos electorales en las elecciones municipales, la Ley 14.089 hizo otro tanto con las elecciones de diputados y, finalmente, la Ley 14.851 (1962) eliminó los pactos en las elecciones senatoriales (el caso que cita Valdés Aldunate es de 1961). Tales normas se mantuvieron vigentes hasta 1973.
Ahora bien, efectivamente, el Tribunal Calificador de Elecciones, ante una consulta de los partidos de la Unidad Popular, en fallo de junio de 1972, sostuvo que en virtud del Estatuto de Garantías Constitucionales (1971) los partidos podían constituir pactos electorales, lo que se expresó en la constitución de la Confederación Democrática (Code) y la Unidad Popular en las elecciones parlamentarias de marzo de 1973. Se trató en verdad de una ficción o simulación que consideraba a una federación como equivalente a un partido político para todos los efectos legales. Hasta tal punto fue un resquicio que las leyes vigentes sobre prohibición de pactos electorales se mantuvieron vigentes.
Finalmente, es de esperar que la nueva Constitución que hoy se discute definitivamente elimine los pactos electorales, los que no hacen más que fomentar y hasta subsidiar —especialmente en la relación entre partidos grandes y chicos— la fragmentación político-electoral, la que es una enfermedad de la democracia en Chile y América Latina. (El Mercurio Cartas)
Genaro Arriagada
Ignacio Walker