Arribamos a estas fiestas patrias con dolores y penas. La pandemia nos ha traído enfermedades y muertes de personas cercanas, hemos acompañado a heridos —del cuerpo y del alma— y hemos visto con angustia un país consumido por odios y funas.
Pero ya estamos en vísperas del “18” y tenemos ánimo de festejar tras tanto encierro y pesadumbre. Pedro Morandé lo explicaría mejor, pero llevamos en el alma el ánimo de la fiesta y la celebración: cantar, reír, comer, bailar. Por estos días el espíritu se distiende y se oyen acordes de tonadas hermosas, como “La jardinera”, de Violeta Parra.
Para olvidarme de ti/ voy a cultivar la tierra/ en ella espero encontrar/ remedio para mis penas.
Nuestros jardines, como canta Violeta, pueden remediar heridas y tristezas, van creciendo junto a quienes los cultivan y recogen la huella de sus cuidadores. Es triste cuando un jardín se construye talando todo lo que crecía allí. Cuando se cortan árboles nobles que dan buena sombra y se sacan flores silvestres que florecen en estos días de primavera, como los dedales de oro o los azules ‘no me olvides’. No siempre las especies nuevas se dan bien, a veces son ajenas a nuestro clima y tierra. Crecen poco y no entregan esa sombra que cobija y que brinda un buen frutal, un plátano oriental o un peumo nativo.
Para mi tristeza, violeta azul/ clavelina roja pa’ mi pasión/ y para saber si me corresponde/ deshojo un blanco manzanillón.
Nuestros jardines son coloridos y mestizos. Tienen cardenales, chinitas, achiras, lirios, rosales, hortensias y astromelias. Violeta Parra les canta a esos jardines sencillos. No menciona arbustos sofisticados ni solo plantas endémicas, sino flores humildes, como las violetas, clavelinas —un clavel más pequeño— y el manzanillón (pariente de la margarita). Un jardín que no es puro ni perfecto, que no tiene la geometría francesa o el verdor inglés, pero que posee gracia y acompaña con sus colores alegres.
Cogollo de toronjil/ cuando me aumenten las penas/ las flores de mi jardín/ han de ser mis enfermeras.
Nuestros jardines cambian en el tiempo, sufren pestes y sequías. Los buenos jardineros hacen cundir el agua y se las ingenian para regar todos los rincones. Transforman, podan y desmalezan, pero protegen los espacios valiosos que otros cultivaron antes con paciencia y cariño.
En Santiago, nuestra plaza principal ha vivido sus penurias. Tras la Independencia era un tierral donde se tiraban ojotas y zapatos viejos. Luego se adoptaron prados y senderos serpenteantes, más europeos. Hace unas décadas se retomó la idea del patio duro y se trajeron las nativas palmas de coquitos (Jubaea chilensis), aunque se perdió parte de la sombra frondosa, tan crucial en las plazas. Con aciertos y errores, se ha buscado recoger su historia y mantener la vocación de lugar de encuentro. Y aunque su entorno ha sido pisoteado y dañado en los últimos años, sigue acogiendo a jubilados y niños, chilenos e inmigrantes, locos y cuerdos. Que nuestras plazas y jardines nos acojan en estas fiestas y nos ayuden, como dice Violeta Parra, a curar nuestras almas.
Y si acaso yo me ausento/antes que tú te arrepientas/ heredarás estas flores/ ven a curarte con ellas. (El Mercurio)
Elena Irarrázabal