Me obsesiona la incomunicación entre empresarios y políticos. El siglo XX enseñó que la ausencia de políticos electos engendra monstruos y que economías sin mercado, estatistas, traen miseria a sus pueblos. Ni uno ni otro son santos, pero ambos son indispensables. El drama es cuando no se comunican, no se entienden sus respectivas lógicas, se equivocan en las reacciones del otro a sus actos, se acusan mutuamente. El resto es quién lo paga.
Hubo tiempos donde la política tenía proyecto de futuro y se reconocía el aporte de los empresarios aunque simpatizaran con la derecha. Tecno-burocracias hacían el puente. Conocían y administraban las lógicas de cada uno ayudando a su convivencia y sabían gestionar políticas públicas eficientes. En algún momento nuevos protagonistas en busca de entronizarse, decretaron que esos proyectos de futuro eran fraudulentos y a la tecno-burocracia sólo le cabía someterse o irse.
La reforma tributaria, una necesidad real, es emblemática. La política no entendió que echar mano del ahorro que financiaba el 70% de la inversión privada nacional, el FUT, tendría un efecto devastador sobre la inversión. Lo eliminaron sin desear las consecuencias que su decisión provocó. Tan claro es, que al constatarlas se alarmaron y los que despotricaban contra “los ricos y abusadores” pasaron a jurar que creían con fe de carboneros en la “alianza público-privada”. El ministro Valdés trata ahora de mitigar el estropicio. Hay empresarios que ven en esto un “revival” de la UP. Están equivocados, es simple ignorancia nacida de la incomunicación y de haber cercenado la capacidad de hacer bien las cosas.
Mientras esa incomunicación y recelos existan estamos condenados como país al “lento paso cansino” de la carreta de bueyes, de que habla una tonada. Los avispados encontrarán otras oportunidades. No lo hacen por huir. Es sólo que no quieren andar en carreta salvo en paseo costumbrista de un fin de semana al año (con suerte).
Temo que el debate constitucional sea ocasión de otro diálogo de sordos.
El Chile del último cuarto de siglo esgrimió sus certezas jurídicas como ventaja para atraer inversión, crecimiento y empleo, y lo logró. Pero la Constitución es la madre de todas las instituciones, leyes, derechos y deberes, o sea, de todas las certezas. El prolongado proceso constitucional genera años de incertezas. El sector privado puede resistir los cambios, pero no miente cuando advierte que impacta sus decisiones de inversión. Nadie invierte desconociendo si recuperará lo invertido más una ganancia. El problema sería aún mayor si la Presidenta no hubiera garantizado el respeto al derecho de propiedad en su reunión reciente en CEP con grandes empresarios, pero queda la interrogante de cómo se compatibilizará eso con el compromiso presidencial de una discusión ciudadana sin restricciones.
Nadie puede ignorar estos costos. Por ende han estimado que una reforma constitucional los justifica. Deseo de corazón que no equivoquen su magnitud. Errores en esto afectan a todos pero, créanme, en menor medida a los más ricos.