París ya no es una fiesta

París ya no es una fiesta

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En aquel libro póstumo, en que Hemingway relata su vida en París en los años veinte, recuerda una tarde de otoño en un café en la place Saint Michel, era un día frío y oscuro, en que se sentó, pidió un ron Saint James y, mientras escribía, entró una joven muy linda, de pelo negro “como ala de cuervo”; el escritor la miró y siguió en su tarea, aunque turbado por su belleza. “Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quieras y aunque nunca vuelva a verte… Eres mía y todo París es mío”.

Hay una enorme verdad en sus palabras, porque la belleza nunca nos es completamente ajena, nos identificamos con ella, nos apropiamos del encanto que provoca, nos mueve al empeño por ser mejores, por alcanzarla y merecerla. Por eso, cualquiera que haya caminado por las calles de París, se haya sentado en sus cafés, recorrido sus plazas y navegado por las aguas del Sena, la siente propia para siempre.

Es mucho lo que ha pasado en esas calles, son demasiados los ladrillos de nuestra civilización que se fraguaron en sus distritos, como para que no la sintamos parte esencial de lo que somos. En un contradicción tan notable, como notablemente contradictorio es el ser humano, París ha sido la residencia del mejor pensamiento, del arte, del fanatismo y del terror. Apenas unas pocas cuadras separan el museo más famoso del mundo, de la plaza en que funcionó la guillotina, decapitando para siempre el antiguo régimen.

Contradicción me provoca también la mayor parte del legado de la intelectualidad parisina, es la cuna de lo que considero la vertiente equivocada del liberalismo, así como de algunas corrientes de la filosofía que me resultan tan abstrusas como rudas; pero, con todo, son un punto de referencia inevitable. Lo que ha producido esa cultura puede gustar o no, pero no puede ignorarse, porque en muchos sentidos nos define.

Por eso, y por mucho más, atacar París es golpear un pilar fundamental de la cultura occidental; donde quiera se haga algo como lo que ocurrió el viernes sería bárbaro, horroroso y cruel en términos humanos, pero hacerlo allí es, además, simbólico. Como lo fue, en un sentido distinto, aunque equivalente el atentado contra las torres gemelas.

Los años veinte y treinta, esos que recuerda Hemingway fueron un momento culminante de nuestra cultura, por esos días la vida parisina la hacían los grandes intelectuales del siglo XX, allí podía encontrarse a Picasso, Joyce, Ezra Pound, nuestros Neruda y Vicente Huidobro, Sartre o Celine. París era efectivamente una fiesta de la creación, del pensamiento y del progreso, en el más sentido más humano de la expresión. Pero, apenas pocos años después, las calles de París fueron ocupadas por la bota nazi y con ella vinieron tiempos oscuros, de dolor para el pueblo francés, de temor para el mundo libre.

Hoy nuevamente son esas calles las que prefiguran el riesgo global de la barbarie, del fanatismo religioso, de la pérdida de todo lo mejor que ha producido occidente. Hay que combatirlo sin complejos, ni debilidad, como lo anunció el Presidente Hollande esas mismas horas. Pero sin recaer en los resabios de nuestros propios fanatismos y menos con la soberbia colonialista que nuestro desarrollo intelectual ha superado, al menos conceptualmente. Esta será una guerra larga y, tal vez, la más difícil que le haya tocado enfrentar a Occidente, habrá que lucharla con lo mejor que tenemos: la noción de los derechos fundamentales, la libertad individual, el sometimiento del poder a reglas objetivas.

Al final del día, al igual como ocurrió en el siglo XX, esta es una guerra que se peleará con fuerzas militares, pero sólo la ganará la cultura y la civilización que prevalezca; lo que no significa, desde luego, someter a las culturas y civilizaciones diferentes, sino solo lograr que podamos convivir bajo las reglas del respeto recíproco, la dignidad de las personas y la libertad de conciencia. Si eso sucede habrán ganado cristianos y musulmanes, así como personas sin fe religiosa. Ese es el mundo que los terroristas del viernes atacaron en París.

Dice García Márquez, en el prólogo al libro de cuentos de Hemingway editado por Lumen, que un día de la primavera de 1957, vio al escritor norteamericano por la acera opuesta en el boulevard de Saint Michel, caminando en dirección al jardín de Luxemburgo, fue la única vez que lo vio. Sin querer arruinar el momento sólo le gritó: “maeeeestro”, dice el autor de cien años de soledad que Hemingway “se volvió con la mano en alto, y me gritó en castellano con una voz un tanto pueril: “adiooooós, amigo”.

Eso es París, no una ciudad de bombas y horror, sino un monumento vivo en que, en cualquier esquina, hoy uno podría encontrar a Modiano, Carrere o Houllebecq. Ese es el París que prevalecerá y que volverá a ser una fiesta.

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