La derecha viene de sufrir tres sonadas derrotas: municipales, parlamentaria y presidencial. Como oposición se ha multiplicado por cero; su lugar como contraparte a la Nueva Mayoría lo han ocupado los díscolos de la antigua Concertación y el mundo empresarial.
Es más, su grado de ausencia llega a ser trágico; es tal que si no fuera por escándalos como Penta, uno ya habría olvidado su existencia. En ese sentido: ¿Es para que se alegren por el Pentagate? El guitarrista del grupo de rock Kiss, Ace Frehley, señaló en una ocasión que lo único relevante para un artista de su tipo es que se hable de él, independientemente de lo que se diga. Eso, que quizás puede ser aplicable para el mundo de las Madonna, Lady Gaga o Marilyn Manson, no lo es para la política. La ciudadanía no espera ni excéntricos ni protagonistas de comidilla, sino individuos que en su accionar se pueda suponer (al menos imaginar) que son movidos por una idea de bien general en la articulación de la vida en común, que es lo propio de la política.
Por eso, la desnudez casi pornográfica con que ha quedado expuesta la vinculación y dependencia de la UDI respecto de un grupo económico, sólo le puede acarrear un desprestigio mayor. Sin hacer mención que la existencia de posibles ilícitos derrumba la pretendida superioridad moral de ese sector, expresada en un constante y majadero hablar de “valores”.
Es en ese contexto donde el senador Andrés Allamand ha propuesto la unificación de los partidos y movimientos de derecha. Ha indicado como ejemplos los casos del PP en España y el UMP en Francia. Parecería la conveniencia de tal unidad casi una perogrullada.
Si se observa con más detalle, no solo no lo es, sería contraproducente. ¿Por qué? Veamos. Tomemos como ejemplo los mismos modelos que se mencionan.
El Partido Popular (y su antecesor la Alianza Popular) romperá rápidamente con el franquismo de línea dura y nostálgica. Esa tarea la emprenderá ya un histórico como Manuel Fraga. En los llamados temas “valóricos” ha sabido establecer un equilibrio entre las posiciones más conservadoras, visiones más liberales y (muy importante) las ideas dominantes al respecto en la propia sociedad.
El caso de la UMP es aún más notable. Primero, hay que distinguir antes y después de Sarkozy. Históricamente persisten a su interior distintas “familias políticas”. Desde visiones de un gaullismo de izquierda hasta un centrismo humanista liberal. La diversidad no ha impedido que se establezca un límite: la extrema derecha queda excluida como posible socio. Inclusive, frente la disyuntiva de tomar posiciones en segundas vueltas electorales entre un candidato socialista y uno de la extrema derecha, históricamente “antes de Sarko”, de modo mayoritario la opción del UMP ha sido apoyar al socialismo democrático. Con su “derechización” con Sarkozy reflotará el centrismo liberal no-gaullista y de raigambre giscardiano en la Unión de los Demócratas e Independientes.
Resumiendo, ¿qué tienen en común los casos del PP y la UMP? El establecimiento de un marco nítido que segregue una “derecha democrática” de una que no lo es; son, respectivamente, partidos sin referencias a Franco o Pétain, que no toleran manifestaciones anti-democráticas. Poseen una visión de la sociedad y su normatividad más amplia que la de la simple milieu social de su dirigencia, eso les permite una mirada más inclusiva y realista respecto de los “temas valóricos”. No han tratado de ser una retroexcavadora de la modernidad.
El problema de la “derecha chilena” es la existencia en su interior, persistentemente, de un influyente grupo que carece justamente de las condiciones que definen a los modelos europeos antes indicados. Tanto el gremialismo como el estilo dominante en el último tiempo en RN de un “conservadurismo guaso” han significado eso. Un partido de derecha único sería perpetuar el monopolio en ese sector, precisamente, de quienes han impedido esa necesaria profundización democrática que permita una ampliación de su horizonte electoral ¿Cómo podría existir una “derecha renovada” con los mismos que todavía buscan empatar las violaciones a los DDHH, hacen un minuto de silencio a un dictador, tienen de “gurú simbólico” al ideólogo de esa misma dictadura o fueron parte del “sistema-Penta”? Con un solo partido, seguramente, estaría asegurada la continuidad de su dominio. Quizás, el escenario menos malo, de concretarse esa idea, sería el surgimiento de un “Berlusconi criollo” que ante la parálisis de ideas lo transforme en un proyecto electoral personal; nada muy promisorio. Desaparecería la posibilidad (aunque sea remota) que de nuevos grupos y generaciones, como Evópoli o Amplitud (probablemente el primer grupo de centro-derecha liberal consecuente) pueda surgir una derecha, discursivamente que es lo importante, más a tono con sus pares europeos y que pueda anteponer con legitimidad el adjetivo “centro”. (La Tercera)