“Tentativa inidónea”, “mensaje simbólico” y “hecho atípico”, son sólo algunas de las curiosas nociones utilizadas por el principal abogado del expresidente peruano, Pedro Castillo.
El jurista -un argentino salido de las entrañas kirchneristas- se encuentra preparando la defensa judicial de quien considera una especie de eremita rural. Además de fuertemente progresista, desde luego. Mirado con frialdad, el abogado busca minimizar la conducta golpista de Castillo y rescatar su imagen. A partir de ahí, su imaginación se muestra prodigiosa.
Habría que ser en realidad algo tacaño para no reconocer la inspiración trumpiana de este ocurrente abogado, aún cuando su trayectoria lo muestra orbitando por varias “galaxias progresistas”. Y lo hace no sólo en torno al sol kirchnerista. Su cercanía es con casi todos los presidentes que componen esa conocida ola llamada pink tide. Su admiración hacia ellos, observable en varias entrevistas, pone un leve signo de interrogación acerca de las razones que lo llevan a defender a Castillo.
Pero más allá de aquello, lo interesante de su defensa es lo bizarro de sus planteamientos. Sostiene, por ejemplo, que todo lo obrado por Castillo fue una “tentativa inidónea”, pues en su fuero íntimo jamás habría estado el deseo de revertir el orden constitucional peruano. Asegura que Castillo sería un “no-golpista”. También ha reiterado, casi hasta la majadería, que el compromiso del hombre de Cajamarca fue sólo “con el pueblo y para el pueblo”. Un verdadero anacoreta.
Muy sorprendente resulta su afirmación que Castillo “no pensaba en términos institucionales”. Menos aún ese fatídico día siete de diciembre del 2022, cuando, agobiado por la crisis, decidió dirigirse a la nación para anunciar el cierre de los otros poderes del Estado. ¿Será que Castillo no pensaba en términos institucionales cuando decidió presentarse como candidato?, ¿O dejó de pensar en términos institucionales al no poder resolver la crisis?
Otro señalamiento inaudito del abogado indica que (Castillo) “era demasiado avanzado para este momento histórico y no somos capaces de entender, (que) hizo algo que rompía la lógica de la colonización, del eurocentrismo, del formalismo jurídico”. ¿Acceder a la Presidencia fue para Castillo sólo un formalismo jurídico?
Llegado a este punto, cabe preguntarse sobre el real trasfondo de las apreciaciones del imaginativo defensor. ¿Responde todo esto a una cazurrería política o es para estar acorde con la verborrea demagógica del momento?
Hurgando en los posibles motivos de la línea argumental escogida, se puede aventurar lo siguiente.
Por un lado, el deseo irresistible de usar y abusar de las posibilidades ofrecidas por la llamada quimera liberal, aunque se trate de un régimen abominable para Castillo, su defensor y los amigos de ambos. Resulta natural asumir que la estricta separación de poderes propugnadas por el liberalismo permite a cualquier acusado escoger prácticamente cualquier línea de defensa jurídica. Incluso a través de la utilización estrambótica del lenguaje.
En el uso y abuso se divisa el doble estándar del populismo latinoamericano. Este ha heredado algunas de las peores prácticas de los regímenes totalitarios, donde los cambios en la “correlación de fuerzas en el poder” se hacen por medios de purgas, contubernios y asesinatos. Así se solucionan los disensos y las discrepancias en aquellos regímenes. No mediante procesos judiciales.
Basta ver lo que ocurre en los edenes populistas. Ni Ortega, ni Díaz-Canel ni Maduro van a andar hablando de “tentativas inidóneas” o de “mensajes simbólicos” a la hora de deshacerse de opositores incómodos. Sean curas nicaragüenses, raperos cubanos o los eternos opositores venezolanos.
Aún más. Los detractores de Ortega la están sacando barata en esta oportunidad. Están siendo expulsados del país y no lanzados a las profundidades de algún volcán como ocurría en los 80. Hoy, Leonardo Padura puede vivir en La Habana y escribir sus fascinantes novelas con poco temor a ser confinado en el Combinado del Este u otra mazmorra. Harto distinto a lo ocurrido con Heberto Padilla.
Por otro lado, también es muy posible que los excesos verbales de la defensa de Castillo respondan a vestigios mentales de los antiguos clichés orwellianos. En su obra 1984, George Orwell hizo saber a Occidente algo que en el mundo comunista se sabía desde el mismo 1917; una extraña fascinación por cambiar el significado a las palabras. Esta tentación se transformó en práctica generalizada en las décadas siguientes, de tal manera que para ellos todas las palabras y expresiones tienen una acepción completamente distinta a la convencional. O, al menos, un fuerte matiz diferenciador.
Por ejemplo, en lenguaje leninista el concepto democracia a secas no existe. La adjetivación es clave. Por eso, la democracia siempre, y a todo es evento, es burguesa (la liberal, se entiende), o es popular (con el PC como vanguardia). No hay más.
A su vez, los golpes de Estado sólo pueden ser provocados por las llamadas “fuerzas reaccionarias”. Las fuerzas guiadas por el PC, en cambio, generan “condiciones objetivas para cambiar la correlación de fuerzas”. Ergo, un golpe de izquierda no existe.
Vaclav Havel discurre en varios de sus textos sobre el valor y el significado de las palabras en un contexto totalitario. Estos regímenes, señala, terminan quebrando a las personas porque, por esta vía, buscan privarlos de la facultad de discernir sobre lo que está ocurriendo en su entorno. Para Havel este efecto del totalitarismo era tanto o más peligroso que la estatización de bienes y servicios.
En definitiva, es posible que, en el caso de los defensores de Castillo, haya ecos tardíos de todo esto y efectivamente se hayan autoconvencido que el maestro rural sólo provocó “hechos atípicos”. Por lo tanto, la acusación de golpe de Estado equivaldría nada más que a una “tentativa inidónea” y el propósito de destruir la democracia sería tan sólo a un “mensaje simbólico”. Una parresía total.
Por ahora no hay mayor claridad sobre los pasos siguientes de la defensa. Lo único claro es la finalidad. Con estas expresiones buscan transmitir una imagen de Castillo como asceta y maestro rural contemplativo. Una especie de monje seráfico. Un hombre lleno de bondad, que, pese a sus errores, no quiso hacer lo que hizo.
Sin embargo, mirado desde el punto de vista democrático liberal, su intentona fue golpista por el lado que la miren. No tiene rasgos atípicos. Castillo ingresó a la política y protagonizó un quiebre del orden constitucional. Eso es imposible de calificar como “acto inidóneo”. Y, desde el punto de vista político, su gobierno y su intento golpista fueron -ambos- una completa chapucería.
En tales casos, los epílogos son imaginables. (El Líbero)
Iván Witker