Pensar las cuotas

Pensar las cuotas

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En su intervención ante la Convención Constitucional —hace ya una semana—, la expresidenta Bachelet abogó por un sistema de representación parlamentaria que poseyera mecanismos de discriminación positiva:

“El mejor espejo en el que habrá que mirar nuestro futuro Parlamento —expresó— es lo que ha logrado la Convención Constitucional, combinando mecanismos correctivos y de reconocimiento a nuestra diversidad”.

¿Será conveniente que el futuro Parlamento —y el sistema electoral a cuyo través se elija— posea esos mecanismos?

Para saberlo hay que dar un breve rodeo.

Uno de los rasgos más propios de las sociedades modernas lo constituye el hecho de que en ellas se transita (como advirtió Henry Maine en su estudio sobre el derecho antiguo) del estatus al contrato. Es decir, desde las posiciones adscritas en virtud de rasgos involuntarios como la cuna o la etnia, a las posiciones adquiridas mediante el desempeño. Este rasgo es propio de las democracias surgidas en conjunto con el capitalismo: en ellas las personas adquieren igualdad ante la ley con prescindencia de factores involuntarios. Uno de los rasgos de ese tránsito lo constituye la sustitución del honor, que era un atributo que alcanzaba solo a algunos estamentos, al concepto de dignidad que los inunda a todos.

Ese proceso culmina cuando se expande la idea de ciudadanía, como una condición que poseen todos quienes integran la comunidad política con prescindencia de cualquier otro rasgo. Y de ahí deriva la frase hoy famosa de Bentham: cada uno cuenta como uno y nadie más que uno.

Ahora bien, sobre el fondo de esos antecedentes se advierte casi de inmediato lo contraintuitivo que resultan los “mecanismos correctivos y de reconocimiento a nuestra diversidad” a los que aludió la expresidenta. Todos ellos alteran, como es obvio, la igualdad del voto y equivalen aparentemente a un retroceso. Si la sociedad moderna transitó del estatus al contrato, este tipo de iniciativas parecen ir hacia atrás: ahora del contrato al estatus.

Siendo así, ¿qué razones podrían esgrimirse en su favor?

La más poderosa de todas es el reconocimiento de los pueblos originarios y la necesidad de que ellos formen una voluntad colectiva que pueda incorporarse como tal a la comunidad política. Ella justifica la existencia de cuotas o escaños protegidos.

Pero las razones que obran a favor de los pueblos originarios no son las mismas que obran a favor de las cuotas de género o la paridad. Y es que si en favor de los pueblos originarios se encuentra el reconocimiento (el esfuerzo por que la comprensión que tienen de su cultura sea acogida en la cultura dominante); esa razón no obra en favor del género.

En el caso del género no es el reconocimiento, sino la justicia a lo que debe atenderse. Se trata de corregir los roles estereotipados (a menudo soterrados en la cultura) que imponen desventajas a las mujeres para acceder al espacio público. Medidas de acción afirmativa podrían tender a corregirlas. Pero cualquier deliberación racional debe tener en cuenta dos límites. El primero es que esas medidas deben ser transitorias y la segunda es que esa razón de justicia no permite explicar la paridad en sí misma.

Si se creyera que las mujeres poseen una condición epistémica distinta de los hombres (si vieran cosas que estos últimos no), entonces la paridad queda de inmediato justificada, pero si la consideración de cuotas de género se funda en razones de justicia, entonces la paridad no parece justificada (aunque sí algún otro mecanismo de acción afirmativa).

¿Y las disidencias sexuales, los animalistas, las formas o estilos de vida que existen en la sociedad contemporánea, ese conjunto que conforma lo que la expresidenta llamó “diversidad”?

Por supuesto que no. Ellas no requieren formas de representación protegidas, ni mecanismos de acción afirmativa. Para ellas basta reclamar los derechos fundamentales y especialmente ejercer esa vieja igualdad ante la ley que las identidades a veces quieren abrogar. (El Mercurio)

Carlos Peña

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