Es difícil saber desde cuándo surge el concepto de la plaza como centro social y punto neurálgico de las ciudades, es probable que los más primitivos asentamientos humanos hayan dejado un espacio central como zona franca de peligros externos y desde ahí pasó a convertirse, en las distintas civilizaciones, en el lugar de debate de las decisiones comunes, de comercio y de culto. Probablemente por ello, en lenguaje militar, se define la captura de una ciudad como la conquista de una “plaza” y en el de los abogados también se usan expresiones que le dan idéntico significado.
Entonces, no es extraño que el grupo de anarquistas, violentistas y delincuentes que, desde hace un año, amenazan la paz social, la seguridad y posibilidades de progreso de nuestro país, hayan elegido una de las plazas más importantes de nuestra capital para hacer ostentación de fuerza y dominio. Al final de cuentas, incluso en su primitivismo, esos encapuchados, que múltiples videos muestran saltando y celebrando cada destrucción que realizan, intuyen el valor de los símbolos; saben que tomarse la plaza es una manera de tomarse la ciudad y a través de esa ocupación intentan redefinir los términos de la vida común.
El problema es que hace un año, cuando esto comenzó, la inmensa mayoría del liderazgo de nuestra sociedad en sus distintos ámbitos, políticos, periodistas, comunicadores e intelectuales, lo vieron con una simpatía que, en algunos casos, fue frívola y en otros derechamente oportunista. Estuvieron los que, capturados por el sesgo de confirmación, vieron en esta violencia una prueba que ratificaba sus posiciones políticas, nos inundamos de noteros y conductores de matinal que, carentes del mínimo rigor, elaboraban entusiastas tesis para justificar la violencia diaria, atribuyéndosela a las supuestas injusticias del modelo.
También estuvieron los que se comportaban como si vieran en “la calle” un atajo para alcanzar objetivos que no habían podido conseguir electoralmente. La violencia se convirtió así en la coartada para destruir una Constitución que establece derechos individuales fuertes e importantes contrapesos técnicos a la deliberación política. Cuando cayó la plaza, cayó también el orden jurídico, con su sistema de distribución del poder.
Ahora, un año después y a dos semanas del plebiscito, la violencia ya no se ve ni tan glamorosa, ni tan útil. La “primera línea” está perdiendo el encanto, para unos su prolongación empieza a ser amenazante; para otros se vuelve molesta, en la medida que puede producir efectos electorales. Surge una duda que corroe la confianza: ¿volverán a justificarla si vuelve a serles útil?
Es mucho más que una plaza y por eso recuperarla es mucho más que un problema policial. (La Tercera)
Gonzalo Cordero