El antagonismo y la cooperación, forzada o no, son inherentes a la sociedad humana. En la era de las democracias que de verdad constituyen Estado de derecho, la discusión vibrante y hasta apasionada por las disyuntivas que se presentan viene a ser un sistema nervioso del cuerpo político. Una democracia entregada a un absoluto consenso termina por paralizar la deliberación, facilitando la defensa desembozada de intereses, de grupos poderosos u otros de tipo colectivo mediados por una dirigencia. Por ello, una polaridad de visiones políticas es inherente a toda democracia que se muestre dinámica y con solidez. Caso distinto es la polarización, un estado de ánimo que generalmente arrastra a la sociedad, pero no nace de ella, y enardece a minorías dirigentes, encarnando un estado de ánimo beligerante donde en todo momento se pretende que su pequeña verdad sea de vital importancia para la supervivencia del país; también hay situaciones más descarnadas donde la polarización viene a ser un proyecto para conferir poder a un caudillo, o a un grupo iluminado, donde el foso que se excava solo favorece a uno de los contendientes en manipulación descarada.
Tomando en cuenta una fuente cultural tan extraña a Occidente, no deja de ser notable el avance hacia una democracia en Japón, sobre todo tras la segunda posguerra. Parecería que hubiese sido una planta original, pero es dudoso que hubiese tenido la fuerza que llegó a desplegar si no hubiese sido vigorosa en EE.UU. y en Europa en el mismo período. Ha tenido sin embargo un problema, el dominio de un solo partido al menos desde mediados de los 1950, el Liberal Demócrata, una especie de centroderecha. Ha habido otras combinaciones en el gobierno, prácticamente siempre facciones del mismo partido, lo que le ha dado un sabor de apatía a la vida política de ese país. Hasta fines de la década de 1970 había una fuerte contestación de una izquierda radical que, por lo mismo, no tenía posibilidad de abrirse paso. Aquí estamos hablando del caso de una sociedad que en lo social y económico ha sido todo un modelo, una de las democracias desarrolladas, aunque en sus debates políticos carezca de la universalidad o resonancia de sus contrapartes europeas o norteamericana.
El sistema político de Alemania Federal y su Constitución —Ley Fundamental de 1949— se construyeron sobre la base de la idea de estabilidad, con el propósito de superar la inestabilidad crónica de la República de Weimar, que facilitó a los partidos totalitarios obtener la mayoría absoluta de los votos. De ahí que se preveía que, si no se alcanzaba mayoría parlamentaria, los principales partidos estaban obligados a formar una Gran Coalición entre sí. Ha sucedido varias veces en este siglo, para detrimento de los partidos tradicionales. La práctica terminó por deteriorarlos, sobre todo a los socialdemócratas, de modo que trastabilla un partido eje de la República Federal. Y no es que falta polémica en la vida pública en Alemania, a la polaridad le ha llorado a gritos la falta de mayor dinamismo. Con todo, es todavía fuerte la adhesión social al sistema político en su conjunto
La polarización, por otra parte, casi siempre se debe a una autosugestión, que puede ser colectiva. Es lo que sucede en EE.UU., donde aparece casi ineluctable el triunfo de un populista con tintes de caudillo egolátrico, no democrático, como Trump, que procede en gran medida de una inflación del lenguaje, y no de problemas reales, los que siguen su curso, ya que la retórica grandilocuente solo los oscurece. En Chile, ¿nos sumaremos a este derrotero a pesar de habernos salvado por un pelo en los últimos años? (El Mercurio)
Joaquín Fermandois