Pese a las advertencias, hicimos caso omiso a los síntomas de una enfermedad que carcomió por dentro nuestro sistema institucional, hasta que las yagas se hicieron muy notorias. Al principio fueron varios los que negaron la evidencia. Otros en cambio, prefirieron minimizar los hechos, proponiendo maquillajes menores que solo temporalmente cubrieron las heridas. Incluso algunos creyeron que se resolvería con reformas que, como la voluntariedad del voto, terminaron solo por multiplicar y agudizar los efectos de la crisis política. Pero más que por acción, aquí se pecó por omisión.
Los silencios han sido una constante en la conducta de nuestros dirigentes. Los personajes públicos, tanto del mundo político como empresarial, tienen la inclinación de suponer que merecen ser escuchados cuando, según ellos, tienen algo importante que decir. De igual manera, y pese a entrar al ruedo del escrutinio de los demás, abrazan también la fantasía de que pueden guardar silencio frente a hechos que los involucran, pese a tratarse de materias que incumben a la ciudadanía y son de interés general. Pero el peor de todos los delirios es presumir de víctimas frente a una suerte de complot, tan injusto como mal intencionado, cuando esos mismos medios a los cuales se les abrió la puerta, y de los que tanto aprovecharon en el pasado, ahora osan criticarlos o poner en tela de juicio sus actuaciones.
Este año que recién termina fuimos testigos de tres sonoros silencios.
El primero tuvo como protagonista a la propia Presidenta de la República, quien pagó muy caro el no haber oportunamente condenado lo ocurrido en el caso Caval, lesionando de manera muy severa, y quizás de forma irrecuperable, el gran patrimonio de credibilidad que ostentaba frente a la ciudadanía. Solo hace algunos días corrigió en parte dicha omisión con palabras que fueron necesarias pero no suficientes, ya que ahora deben ser refrendadas con hechos y acciones.
El segundo fue materializado por Marco Enríquez-Ominami a propósito de su vinculación con el financiamiento ilegal de la política por parte de SQM. En efecto, y dada la locuacidad a la que nos tenía acostumbrados, fue demasiado notorio cómo se prolongó de manera interminable una gira que solo parecía tener por propósito el ralentizar una declaración judicial; en la que, por lo demás, el silencio también ocupó un rol destacado.
Por último, y ya adentrándonos en el genero de los incontinentes, es tan patente como sospechoso el silencio del ex presidente Sebastián Piñera, quien solo interrumpe su monacal mudez para fustigar de tanto en cuando al Gobierno, pero nunca para referirse a los graves hechos que lo vinculan con la triangulación de dineros para el financiamiento ilegal de la política y, todavía peor, para pagar, sin conocimiento de sus “aportantes”, a los ejecutivos en empresas de las cuales era dueño o controlador.
Y esos silencios, con excepción de algunos como Daniel Mansuy, también se hacen extensivos a muchos columnistas partidarios de unos u otros.