La frase de Clausewitz -«la guerra es la continuación de la política por otros medios»-, tan célebre como equivocada (la guerra es en verdad el fracaso de la política), me parece comparable a la del poeta que para sorprender incautos popularizó el seductor disparate de que la izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas.
Al revés de lo que pensó Clausewitz, la política es la prolongación de la guerra por otros medios; mejor aún, la política es la sustitución de la guerra por el enfrentamiento pacífico de las fuerzas en pugna. Si lo político concierne a la lucha por el poder -para ganarlo, para ejercerlo, para incrementarlo, para conservarlo-, la política es una actividad que en esa lucha reemplaza la lógica guerrera amigo-enemigo por la más civilizada de partidario-adversario.
En el principio, pues, era la guerra, y su sucedáneo civilizatorio ha sido la política. Por lo mismo, la peor de las políticas es preferible a la más exitosa de las guerras, aunque quienes se dedican a la política no deberían aprovecharse de esto para continuar con su liviandad, negligencia y malas prácticas. Cuando la política sale del escenario -bien lo sabemos- lo que entra en su reemplazo es un general vestido con uniforme regular o verde oliva que pone su pistola sobre la mesa y declara terminada la discusión.
El fútbol es también un sustituto de la guerra y eso lo hermana con la política. Tratándose de él, los dos bandos en disputa llevan uniformes diferentes, sus hinchas se pintan la cara con colores también distintos y las barras rivales se muestran los dientes antes incluso de ingresar al estadio.
Por eso es que hay que defender a ultranza tanto al fútbol como a la política, aunque nunca tanto como para mirar para el lado ante conductas como las de Vidal y Jara o ante los comportamientos de políticos que parecen haber perdido todo decoro. En el caso de estos últimos, si me preguntaran qué es lo peor que hemos visto, diría que los parlamentarios que recibían mesada de empresas cuyos intereses podían verse afectados por votaciones en ambas cámaras, y los políticos de izquierda que con igual facilidad perdieron tanto la memoria como la vergüenza al estirar la mano ante la fortuna de un ex yerno de Pinochet que fue beneficiado en los nunca bien aclarados tiempos de las privatizaciones a dedo.
Está bien que el fútbol reemplace a la guerra, aunque sin exagerar. Bienvenido el fair play , mas solo hasta cierto punto.
Echo de menos cuando los equipos que iban a disputar un partido salían a la cancha por túneles diferentes y las barras se enardecían. Hoy me resulta intolerable verlos salir juntos, las dos escuadras formaditas en fila y un par de niños a la cabeza, con los que se quiere simbolizar lo que el fútbol nunca ha tenido ni podría tener jamás: inocencia. Poner niños en ese momento es tan infame como pasarles armamento y utilizarlos en una guerra de verdad. Ambos son casos evidentes de abuso infantil.
Como sabemos, a veces hay mucha rudeza en la cancha y algo de violencia en las tribunas, y eso es señal de que la guerra se está tomando revancha. Sustituida por el fútbol, la guerra se desquita de pronto con un foul descalificador o con las trompadas que las barras se dan en las tribunas. La sustitución de la guerra por el fútbol, como también por la política, nunca es completa, y que el fútbol la reemplace no quiere decir que tenga que transformarse en blanco emisario de la paz.
Son tantas las reglas que se han impuesto al juego del fútbol que este podría morir algún día de aburrimiento. Así lo cree Juan Villoro, y yo estoy de acuerdo con él. El espectáculo empezó a morir cuando se prohibió que un jugador se quitara la camiseta luego de anotar un gol y, agitándola como una bandera, corriera alborozado hacia la reja que lo separa de los hinchas para abrazarse con estos.
Sustitutos de la guerra, conforme, pero sin renegar del todo de su feroz progenitora.