¿Por qué impulsar una reforma a fondo del Estado?-José Joaquín Brunner

¿Por qué impulsar una reforma a fondo del Estado?-José Joaquín Brunner

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En general, los países de la OCDE  impulsan reformas del Estado  y de la administración de su gobierno central por alguna combinación de los siguientes  motivos.

En primer lugar, por  la dificultad de elevar los ingresos fiscales por vía impositiva y/o la percepción de que están siendo usados ineficientemente. Llega un momento en que el Estado alcanza sus límites financieros.

Segundo, los programas gubernamentales no cumplen sus objetivos, parecen poco efectivos y no crean valor público. Los usuarios exigen una mejor atención o eligen gobiernos dispuestos a eliminar organismos y programas mal evaluados.

Tercero, el aparato administrativo, incluidos los directivos públicos, es acusado de no responder a las necesidades y demandas de la gente, y de ser poco sensible frente a los usuarios de los servicios públicos. Los grupos medios salen a buscar programas alternativos (votan con los pies) y quienes están forzados a permanecer hacen sentir su voz y protestan.

Cuarto, la coordinación entre los diferentes organismos del Gobierno es escasa, hay duplicación de funciones, competencia intraburocrática y mal uso de los recursos humanos y financieros.

Quinto, la maquinaria burocrática es laberíntica, poco transparente y no responde ante la sociedad por su desempeño, el que es evaluado negativamente por un amplio segmento de la opinión pública  encuestada.

Sexto, los cargos funcionarios y puestos de trabajo de la administración pública son utilizados por los partidos que acceden al Gobierno como prebendas para ser repartidas entre militantes, operadores, seguidores, compañeros, familiares e integrantes de las redes partidistas. No hay suficiente meritocracia y, al contrario, se extiende el clientelismo.

Séptimo, la fuerte expansión del mercado, el cual —dice Max Weber— constituye una tentación para todas las demás esferas de la sociedad, penetra el sistema político, generando una zona de alto riesgo allí donde poder y dinero pueden fácilmente intercambiar beneficios, información, influencia y ventajas indebidas.

Octavo, como resultado de los problemas enumerados y del avance de ideas neoliberales, existe en las sociedades, y se manifiesta en los medios de comunicación, una continua crítica al excesivo intervencionismo del Gobierno y al abultado tamaño del Estado.

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En Chile todos estos motivos se hallan presentes y se combinan, aunque con énfasis diversos, a veces incluso contradictorios. Vayamos por el orden de los enunciados más arriba.

En primer lugar, hay consenso en que el crecimiento del país está frenado y seguramente seguirá siendo reducido durante los próximos años. Tampoco puede preverse, al corto plazo, un  incremento significativo de los ingresos fiscales por vía de sucesivas  reformas tributarias.

Al mismo tiempo hay importantes metas sociales —en pensiones, salud y educación, por ejemplo— que demandarán fuertes inversiones de recursos. Por tanto, se mantendrá, y probablemente aumentará, la presión por un uso más eficiente de los recursos y, en general, por una mayor eficiencia del aparato de Estado.

Segundo, aumentará fuertemente la exigencia por mejorar el impacto de los programas gubernamentales, especialmente ahora que se espera comiencen a concretarse las propuestas igualitaristas y de derechos sociales universales comprometidas por la administración Bachelet.

Las expectativas, alimentadas por la retórica oficial, crecieron de tal manera que ahora resulta  aún menos excusable el flojo desempeño de los programas. Sobre todo si se piensa que el gobierno Bachelet contó con ingresos adicionales (tres puntos porcentuales del producto) provenientes de la reforma tributaria de 2014. ¿Qué puede mostrar el Gobierno a cambio? ¿Mejoró la percepción de las familias respecto de la educación de sus hijos? ¿Hay una transformación cualitativa de la educación en general? ¿Y de la educación gestionada por el Estado en particular?

En tercer lugar, también en Chile vivimos un fenómeno de alejamiento de la población respecto del aparato administrativo y sus directivos. El Gobierno es evaluado negativamente, partiendo por la Presidenta Bachelet y su equipo de ministros. La gente se siente alienada respecto de los servicios públicos, tratada sin el debido cuidado y respeto. A esto han contribuido el fracaso —continuado a lo largo de los años— del Transantiago; los problemas de atención de salud, especialmente en regiones; la aparente falta de disciplina y constantes interrupciones del servicio en el caso de la educación pública de gestión estatal; las fallas en la seguridad ciudadana, explotadas en ocasiones de una manera truculenta por la televisión; los verdaderos  escándalos de inoperancia en servicios de alta sensibilidad pública como ocurre con el Sename; y la sensación de que, a pesar de los esfuerzos de modernización, el sistema de prevención y reacción frente a las emergencias naturales sigue sin resolver problemas de organización, liderazgo, coordinación, equipamiento, planificación, capacitación de los equipos especializados y de vinculación con las comunidades afectadas o amenazadas.

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Cuarto, la cuestión de la falta de coordinación entre organismos y agencias del Estado es un aspecto crítico en el funcionamiento del aparato estatal chileno.

En materias de seguridad ciudadana, por ejemplo, existe una antigua pugna —sorda, pero conocida—, entre Carabineros y la PDI. Tan arraigado es este desarreglo, que persistió incluso durante el período de la dictadura. En el ámbito educativo hace rato que se echa de menos una más efectiva coordinación entre los diferentes tipos de proveedores de educación temprana (salas cuna y jardines infantiles). Lo mismo ocurre entre proveedores públicos de gestión estatal  y de gestión privada, tanto a nivel escolar como de la enseñanza superior. El Gobierno se ha vuelto incapaz de guiar y coordinar los esquemas mixtos de provisión de servicios públicos que durante el último cuarto de siglo han permitido su masificación y un generalizado mejoramiento de las condiciones de vida de la mayoría de la población.

En la gestión de las reformas impulsadas por el actual Gobierno han existido descoordinaciones y luchas intraburocráticas casi permanentemente, en especial entre Hacienda y los ministerios encargados del gasto o, al interior de algunos ministerios, entre sus diferentes direcciones y servicios, como sucede típicamente en Salud y Educación. Todo esto agravado por la débil conducción política del gobierno Bachelet y el disminuido rol del Ministerio Secretaría de la Presidencia,  precisamente el encargado de  coordinar la estrategia de las reformas.

Quinto, en cuanto al carácter laberíntico de la maquinaria burocrática, su escasa transparencia y accountability ante la sociedad y la opinión pública encuestada, puede decirse lo siguiente. Si bien se han producido algunos avances legislativos, especialmente en respuesta a la crisis de credibilidad de los agentes estatales y los organismos públicos por conflictos de interés y vinculación indebida de la política con los negocios, subsiste un bajo grado de confianza en las instituciones y un extendido cinismo respecto a las actuaciones del Estado. El Gobierno, el Congreso y la justicia son mirados con sospecha por la ciudadanía, igual que los partidos y las coaliciones políticas. La política es considerada con distancia y escepticismo. La función representativa se encuentra debilitada y desprestigiada. Todo esto, además, se comunica 24×7 a través de las pantallas de televisión y las redes sociales, rodeando al Estado, su personal, autoridades y funciones de un denso velo de sospechas, rumores, falsas noticias, imputaciones infundadas y tormentas de insulto.

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Sexto, a todo lo anterior se agrega la idea, no necesariamente cierta ni justa, de que el  Estado sirve como un botín político para los vencedores tras cada ciclo electoral. Se cree, y comenta, que el Estado estaría en manos de los partidos gobernantes, sus directivas, militantes, operadores y familiares. Se habla de agencias, como INDAP o Gendarmería, que serían verdaderos feudos de uno u otro partido; incluso de una u otra corriente partidista. Se piensa que el reclutamiento para cargos públicos, especialmente a nivel de las Secretarías Ministeriales en regiones, y de los ministerios con mayor empleo, opera como un sistema prebendario y sirve para alimentar verdaderas redes clientelares.

Habitualmente, bastan uno o dos casos que revelen estas malas prácticas para que el eco suscitado en los medios de comunicación y las redes sociales termine creando una tal resonancia, que pudiera creerse toda la agencia o el servicio o ministerio o empresa pública afectados se hallarían comprometidos y contaminados.

En el ambiente de desconfianza existente, la difusión de las malas noticias adquiere una velocidad y circulación inusitadas. A su turno, la aguda estratificación y el clasismo de la sociedad chilena llevan a pensar que el Estado es patrimonialista, nepótico, clientelar y amiguista, antes que profesional, meritocrático, objetivo y sin sesgo alguno de clase, partido, religión o ideología. Se exagera, qué duda cabe —pues  la Alta Dirección Pública, por ejemplo, representa un progreso—, mas el hecho es que se ha instalado una cultura negativa, desconfiada, hostil y resentida frente a la función pública, los funcionarios estatales y las autoridades políticas.  No será fácil salir de esta situación sin una profunda y seria reforma del Estado.

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Séptimo, mientras se mantenga la constelación de capitalismo (de mercado o de Estado) y democracia— se mantendrá el riesgo y las amenazas que traen consigo el encuentro entre los mercados y la esfera política. Según muestra la experiencia internacional, en esa zona de contacto se producen inevitablemente cortocircuitos que luego generan escándalos políticos y empresariales. No hay país que esté a salvo. Y no hay leyes ni regulaciones ni sanciones que puedan eliminar completamente estos riesgos y amenazas.

Al final, lo único que puede hacer una diferencia es el código ético imperante en la cultura del aparato público de cada país, el ethos de su administración y funcionarios, y su capacidad de autorregulación. Esta capacidad, como explicó Max Weber hace un siglo, tiene sus fuentes en el espíritu, los valores, la ética y la cultura religiosa de cada constelación nacional de capitalismo y democracia. Por ejemplo, es diferente un país con una cultura burocrática de trasfondo católico de una con trasfondo calvinista o confuciano.

Hasta hace poco tiempo, Chile creía ser inmune a estos problemas. Ahora ha debido hacerse cargo de que no es una sociedad excepcional. Que si bien tiene algunas fortalezas institucionales y de cultura de autocontrol y austeridad de su servicio público, sin una constante renovación de esa cultura y un marco de prácticas de evaluación y mecanismos de control externo, fácilmente puede ser arrastrada por la espiral de los conflictos de interés, las colusiones de poder-negocios y la apropiación indebida de recursos fiscales.

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Por último, tampoco falta en Chile una cierta opinión pública neoliberal. Se alimenta ideológicamente con los tópicos del Estado mínimo, subsidiario, de laissez-faire y mera regulación de la sociedad por sus mercados. Pero en el presente se sostiene sobre una plataforma intelectual declinante, un clima académico internacional cada vez menos favorable a estas tesis y una opinión pública que, al revés, demanda cada vez más del Estado, al tiempo que exige a éste modernizarse, racionalizar sus funciones, ser eficiente y ser evaluado por sus resultados.

En efecto, estamos lejos de las condiciones de los años 1980, cuando por un tiempo se impuso en Chile (literalmente por la fuerza, no por la razón) la utopía de una economía y una sociedad de mercados, máximamente desregulados, con un Estado mínimo, mero guardián nocturno y vigilante diurno de aquel áspero experimento neoliberal.

Las condiciones  actuales, desarrolladas desde 1990, son muy distintas y han significado una creciente presencia estatal, pública, con sus circunstancias acompañantes de mayores tributos, mayor ingreso fiscal, más agencias y programas, más administración funcionaria, expansión de las burocracias y de la coordinación jerárquica de control y comando. Ha existido, además, un consenso relativamente mayoritario y robusto de avanzar en dicha dirección. Y de introducir periódicamente ajustes y modernizaciones al Estado y el gobierno central, en dirección de aquella doctrina que la OCDE denomina una nueva gestión pública.

Pero estas reformas y modernizaciones —sabemos ahora— no han sido suficientes ni han permitido una renovación en profundidad del Estado cómo se requiere ahora. Especialmente, para hacer frente a las condiciones económicas mundiales adversas, a la inestabilidad del orden global, a la crisis del sentido de lo público y a la necesidad que existe de contar con un Estado capaz de liderar una estrategia sustentable de desarrollo nacional de mediano y largo plazo. (El Líbero)

José Joaquín Brunner

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