La campaña contra el modelo se orquestó con rigor el 2011, culpándolo callejeramente del lucro y la desigualdad, durante la lucha contra el gobierno de entonces. Al año siguiente, el diputado Teillier (Congreso del PC) convocó a formar la «más amplia convergencia democrática para acabar con décadas de neoliberalismo», señalando que «el triunfo de la derecha era consecuencia de las políticas neoliberales que durante 20 años desarrolló la Concertación». Tuvo éxito: Nueva Mayoría, programa y candidata común. La celebración fue con retroexcavadora mediante, para «terminar con el Estado neoliberal».
Escándalos recientes que vinculan a empresarios han potenciado las ansias de lapidación, siendo la colusión otro argumento para que la nueva Constitución instaure el Estado social de derechos, el desiderátum del programa gobiernista. La Concertación, ahora bloque de izquierda, sucumbió al llamado (izquierda comunista, socialista, populista, incluyendo la democristiana a estas alturas) y se empeñará en socializarlo.
El lucro por sí mismo no es condenable, excepto en casos precisos. La desigualdad no es consustancial al mercado. Existe en otros países y economías, incluyendo las más izquierdistas de la región. La colusión tiene que ver con conductas personales, reñidas con la ética mínima, y los abusos del mercado deben sancionarse. En verdad, se coluden los empresarios, pero también los partidos, los políticos, los directores deportivos y quizás otros sectores.
Otra impugnación mañosamente denigrante que se esgrime es la competencia, desconociendo que ha existido siempre, excepto donde se prohíbe por decreto. Y tiene sus bondades. Impulsa a ser eficiente, productivo, a progresar y no estancarse. A cambio, una cultura estatista generalizada necesariamente contribuye a promover el conformismo.
Creer en el Estado social como panacea tiene su cuota de ignorancia. Chile implementó ese modelo desde los años 30: intervencionismo económico y financiero, con asistencialismo. ¿Mejoras en este tema? Sí, pero limitadas, a la par con inflación veloz y desempleo. ¿Crecimiento? En grandes empresas estatales, pero lejos de impulsar industrialización, al punto que en los años 60 se diagnosticó que Chile padecía de «crisis integral» (Jorge Ahumada): falta de dinamismo económico, gasto fiscal por las nubes, control estatal en la productividad, exportaciones mínimas, mala administración financiera, trabas a la creación de industrias, ineficiencia estructural y -¿me creerá?- grave desigualdad social. El paroxismo llegó con los años 70: planificación central revolucionaria.
La fórmula, a su vez, es anacrónica en tiempos de globalización, porque las economías dejan de ser controlables y, de aplicarse por obstinación, el desastre es seguro. Ejemplos hay en la región. En cambio, el modelo de mercado se impone en las mejores economías. Parece una opción realista y eficiente. La extinta centroizquierda mantuvo sus lineamientos gruesos, cuidando equilibrios macroeconómicos, velando por sus efectos sociales. Conjuntamente con políticas en favor de sectores muy vulnerables, asumió que el Estado no es el proveedor natural del bienestar; sin embargo, puede crear condiciones para que los ciudadanos lo obtengan. Pero la izquierda se impuso.
Con todo, acepten. Hay otra virtud silenciosa propia del denostado modelo: cambió la mentalidad de los chilenos. Aprendimos a surgir con esfuerzo propio. Habría que decirles, con el panorama anunciado, a medianos y pequeños empresarios, a las señoras «Juanitas» y campesinos que no emprendan más y no compitan mejorando procesos, siendo eficientes, agregando valor a sus productos domésticos o artesanales -que han llegado hasta exportar-, porque con la nueva Constitución el Estado proveerá el bienestar… Dicen que seremos felices.