A contar del 1º de octubre, el Congreso Nacional está abocado al estudio del Presupuesto Nacional 2018, proyecto de ley presentado, como cada año por el Ejecutivo, para su estudio y aprobación por parte de los diputados y senadores electos democráticamente y que, como se sabe, contempla un aumento de recursos de 2,7 por ciento, respecto del monto correspondiente al presente año e involucra montos brutos por poco más de 60 mil millones de dólares, es decir, aproximadamente el 23 por ciento del PIB nacional.
Como se ve, no es poco dinero. La cifra es equivalente a casi cuatro veces el patrimonio del principal grupo económico chileno, aunque, por cierto, apenas el 9 por ciento del valor de compañías transnacionales como Apple. Tales son las proporciones.
Así las cosas, la pregunta es si el Presupuesto Nacional enviado por el Gobierno es, como algunos han dicho, mezquino y que bien podría haberse incrementado en un porcentaje superior; o, como señalan otros, es ajustado, aunque realista y prudente, pues, después de todo, aunque el aumento es el más bajo de la presente administración, al menos crece y nos permite avanzar hacia un mayor equilibrio fiscal, luego que, en los últimos dos años, el gasto fiscal se disparara alrededor de 3 veces el ritmo de crecimiento promedio del lapso: 6 por ciento de alza del gasto, contra 2 por ciento de crecimiento del PIB.
Para los primeros, el país tiene espaldas financieras y ahorros que le permitirían ser más osados en el gasto, de modo de ir avanzando con mayor rapidez en la materialización de más justicia social, especialmente en un país ubicado en el no muy honroso séptimo lugar entre las naciones más desiguales, según informó el Banco Mundial. Por lo demás, Chile tiene buen crédito, hay ahorros por casi 14,5 mil millones de dólares en el Fondo de Estabilización Económica y Social, su deuda gubernamental no supera el 21 por ciento del PIB, lo que comparado con la de EE.UU., Japón o China es muy razonable, y, por lo demás, puede y debe hacer ajustes de gastos no prioritarios o en áreas que no están dando resultados esperados. Los destinos de tales recursos son conocidos: pensiones dignas, cuidado de la infancia vulnerable, avances en la eliminación de la extrema pobreza que aún afecta a más de 600 mil chilenos y 35 mil familias en campamentos, mejor atención de salud, mayor reajuste salarial para el sector público, inversión en regiones, etc.
Para los segundos, el país, que en los últimos decenios ha ganado una justa fama de ser un buen pagador, responsable y seguro, con instituciones fuertes y estables, está viviendo un momento económico complicado en la medida que diseñó ciertas estrategias de desarrollo y reformas que supusieron un precio del cobre sistemáticamente alto por varios años más de lo que efectivamente duró el ciclo y, por consiguiente, comprometió a gastos permanentes, respaldados con ingresos que no lo fueron. La reforma tributaria, por su parte, ha tenido un rendimiento menor al esperado, debido a la caída del crecimiento desde 5 por ciento a 2 por ciento, lo que, de nuevo, puso en colisión lo que se estaba gastando, con lo que le ingresará realmente para poder pagar. Y no obstante que Chile tiene buen acceso a los mercados financieros, en los últimos tres años ha duplicado su deuda externa fiscal, desde el 10 por ciento a 20 por ciento del PIB, lo que pone en peligro su clasificación de riesgo, amenazando con que una baja, incida en el costo de capital para el sector privado nacional, aumentándole las tasas de sus préstamos sobre una deuda externa que si relevante: más de 100 mil millones de dólares.
El Gobierno, por su parte, equidistante de ambas posiciones, ha dicho que se trata de un presupuesto austero, pero que sigue en aumento -es el alza más grande en América Latina- para enfrentar las prioridades que fueron marcadas por la propia ciudadanía: educación, salud y seguridad ciudadana. Al mismo tiempo ha señalado que las inversiones productivas, más que por la vía del propio aparato central o los ministerios, se realizarán a través de las empresas del Estado, entre ellas Codelco, respecto de la cual hay amplia coincidencia en que hay que capitalizar para mantenerla competitiva.
Así y todo, habiendo cierta convergencia en materia de las prioridades propuestas por el Gobierno, la discusión parlamentaria seguramente se dará en el ámbito de la “letra chica”, es decir, en el análisis de presupuestos ministeriales y ciertos programas, algunos de los cuales deben ser revisados a la luz de su respectiva rentabilidad social efectiva, y varios, tal como el propio Ministro Valdés lo ha adelantado, podrían ser fusionados, sustituidos o eliminados sin gran impacto social, permitiendo redireccionar tales recursos -alrededor de 5 mil millones de dólares- hacia programas y planes con mayor urgencia y mejores resultados en la lucha contra la pobreza y mayor equidad social.
El propio gobierno ha hecho un llamado al sector privado para que, en alianza con el ámbito público, actúen más proactivamente y, en conjunto, reanudando confianzas, se adopten las decisiones de inversión destinadas a generar más actividad a nuestra economía: las concesiones en materia de construcción de establecimientos educacionales, hospitales, consultorios, cárceles, viviendas, puentes, carreteras y puertos, tienen la ventaja de utilizar extensas capacidades privadas instaladas, generar empleo y crear valor y mayor productividad.
Así y todo, este impulso inversor no reemplaza al de un sector privado que -contando con proyectos rentables y atractivos por varios miles de millones de dólares- no se ha atrevido a dar el paso para continuar impulsado el desarrollo nacional. Porque el multiplicador fiscal en estas materias es menos relevante para el crecimiento que el correspondiente a la inversión privada, dada la simple razón que los proyectos que asume el Estado tienen generalmente una rentabilidad de largo plazo que demora años en expresarse en mayor valor (educación, salud, seguridad, infraestructura), mientras que la privada, por su lógica dirigida por la mayor utilidad, apuesta siempre a proyectos con el mayor retorno posible a corto plazo, aumentando así la velocidad de crecimiento y riqueza económica, aunque, por cierto, en un crecimiento que no resuelve la desigualdad que se incrementa con el aumento de la riqueza.
De allí que la discusión del Presupuesto 2018 sea una oportunidad para la clase política de hacer sus aportes con seriedad y pertinencia en la discusión del gasto, dando así pasos para recuperar confianzas de empresarios y ciudadanía, así como redireccionar aquellos gastos menos rentables socialmente hacia prioridades de mayor urgencia, de modo que ese 23 por ciento el PIB que la Ley de Presupuesto define cómo gastar e invertir -buena parte de lo cual corresponde a impuestos que pagamos todos los chilenos- genere crecimiento y creación de mayor valor, considerando que, de la cantidad global de recursos del Presupuesto Nacional, más del 70 por ciento está actualmente dirigido a la redistribución solidaria del ingreso y solo 15 por ciento constituye gasto en remuneraciones para los alrededor de 600 mil funcionarios del Estado. (Radio U. de Chile)
Roberto Meza A.