Karol Cariola y yo tenemos muy poco en común. Salvo nuestra humanidad compartida, lo cual no deja de ser. He expresado muchas veces mis serias y fundadas reservas morales, no solo sobre el rol histórico del Partido Comunista y sus regímenes totalitarios, sino también respecto a su doctrina, basada en la imposición de una verdad única irreversible; el enfrentamiento entre compatriotas por el mero hecho de su pertenencia a un grupo social determinado; la inclusión eventual del uso de la fuerza para lograr la revolución; la dictadura del proletariado y la eliminación de cualquier forma de libertad individual, sacrificada siempre a un supuesto “bien colectivo”, que solo sus miembros pueden determinar.
Esto no significa que no me haya conmovido mucho que —justo en el día en que enfrentaba lo que para una mujer es el momento más glorioso y cuasi místico del nacimiento de un primer hijo— ella haya sido sometida a procedimientos policiales invasivos, seguramente legales —aún no sé si indispensables en ese momento específico—, pero del tipo que yo, al menos, asocio más con regímenes totalitarios que con sociedades abiertas.
Esta “empatía” con otros, incluso con los políticos más distantes de nuestras convicciones, nace del convencimiento de que para que la democracia funcione hay una regla ineludible: hacer un esfuerzo permanente para que las discrepancias objetivas no invadan el ámbito de los sentimientos. Si no es así, el desacuerdo se transforma en odio y el odio fácilmente en violencia, el adversario en enemigo y ello inhibe la posibilidad de una deliberación racional, tan importante para la democracia como las instituciones que nos rigen.
Luego, y a propósito de una legítima investigación judicial, conversaciones privadas entre ella y su correligionaria Hassler han sido profusamente difundidas en los medios de comunicación, aunque ellas hayan sido ilegalmente obtenidas por filtraciones específicamente prohibidas por la ley. Práctica vergonzosa que desgraciadamente no fue universalmente condenada en el caso previo que afectó al abogado Hermosilla. Que de la fiscalía se filtre indebidamente información que ni siquiera es pertinente a los temas investigados es grave por cuanto es una práctica corrupta inaceptable justamente en los organismos encargados de impartir justicia.
Sin embargo, la violación de la privacidad de las personas tiene una dimensión más profunda y más amenazante. Isaiah Berlin con justicia afirmaba que el respeto por la privacidad de las personas es el concomitante indispensable de esa libertad individual tan arduamente ganada en la era moderna. Sin ella, se inhibe la libre expresión, la autonomía y nuestros más íntimos derechos personales quedan expuestos y desprotegidos.
Una de las mejores evocaciones de las consecuencias de las intrusiones en la privacidad de las personas por parte de aparatos del Estado aparece en las memorias de la señora Mandelshtam (viuda del poeta ruso muerto en un gulag en época de Stalin), cuando define la falta de libertad como el momento en que un marido no se atreve a susurrarle a su mujer algo en su cama por miedo a las represalias del gobierno.
Para ser libres, las personas necesitamos espacios protegidos donde podamos expresar nuestros pensamientos y opiniones sin miedo a la vigilancia y a eventuales repercusiones en nuestra contra. Este derecho es uno de los necesarios contrapesos al autoritarismo y al poder invasivo de los gobiernos, cada día más amenazantes por los avances tecnológicos intrusivos.
Es más, difícilmente podremos desarrollar relaciones personales sanas y fructíferas, basadas en la confianza, sin la certeza de que nuestros intercambios son confidenciales y no estarán sujetos a la exposición pública cuando ello no es imperativo para una investigación criminal. (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz