Hace poco menos de un año yo era uno entre muchos chilenos que caminaba a mi encuentro local para debatir, junto a un grupo de unas doce o quince personas, acerca de lo que debía ser la nueva Constitución. Me tocó un grupo socioeconómicamente homogéneo, aunque diverso en cuanto a lo que considerábamos importante en una nueva Carta. Yo era de los que creía que todo era un bluff, una venta de humo del Gobierno para hacernos creer que estábamos decidiendo por nuestro futuro. Aun así, tenía una leve esperanza de que allí, aunque fuera por un momento, podría experimentar un encuentro genuino de ciudadanos discutiendo sobre el bien común y dialogando platónicamente sobre la república.
La cita, por supuesto, no superó mis expectativas.
Fue una discusión sana, abierta, respetuosa, con posiciones antagónicas, pero sin mucho diálogo. El acta que debíamos rellenar ex post obligó a un despliegue de monólogos acerca de lo que cada uno consideraba necesario en la Constitución. Y para peor, la dinámica nos exigía ―razonablemente, en virtud del tiempo― “elegir” los tres conceptos que consideráramos más relevantes, como si libertad, democracia, justicia, diversidad y la larga lista de categorías constitucionales fueran un catálogo de supermercado. El encuentro, que se supone sería un hito republicano, el lugar de un legítimo acercamiento para dialogar sobre lo compartido, paradójicamente se convirtió en la manifestación más pura del individualismo político: esa plaza en la que cada uno dice lo que quiere, sin hacerse cargo de lo que se discute, de lo que piensa el otro, ni menos de su conexión con la realidad o la razón.
Y es que dialogar, cuando se trata de asuntos públicos, supone una empresa muchísimo más compleja que arreglar el mundo en el living de una casa. De ahí que el informe de sistematización de los encuentros constituyentes locales sea un sumario de estadísticas inútiles, toda vez que no existió ―ni podía existir― una metodología científica capaz de uniformar rigurosamente las miles de reuniones y opiniones. Y es que sintetizar la opinión individual de cada ciudadano es una tarea, si no imposible, de un costo infinito.
Este problema no es para nada novedoso ni trivial. En efecto, aquí convergen muchas de las discusiones presentes en la literatura de ciencias sociales ―por ejemplo, los fundamentos de la economía política de Adam Smith a raíz de la teoría de la Naturaleza Humana de Thomas Hobbes, o la crítica que le hiciera Robert Nozick a John Rawls sobre la Justicia Distributiva― y es el objeto de estudio de muchos doctorandos en economía política, ciencias políticas, sociología, economía conductual y otros.
Desconocer este problema, a mi juicio, es un error político tan grave como desconocer la necesidad de llegar al acuerdo de una nueva Constitución. Un ejemplo de esto son los argumentos con los que defendía el proceso constituyente el decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile hace sólo algunos días. Frases como “una ciudadanía que aspira a debatir”, “juntos podemos volver a pensar”, “los ciudadanos deliberamos” o “pensar colectivamente” son una quimera tan fabulosa como imposible. La existencia de un destino común no implica que todos los medios para aspirar a ello sean comunes. La democracia exige al ciudadano el deber a pensar, debatir y deliberar acerca del bien común y lo público; sin embargo, cada acto se realiza en virtud de sus posibilidades reales. A saber, pensar es una acción propia de la consciencia humana individual; dialogar, en tanto, es una acción colectiva restringida por la razón.
La democracia representativa, en efecto, se justifica por la existencia de estas limitaciones. Una democracia sin representatividad, así como lo pensara Kant hace algunos siglos, sería un despotismo: una Constitución decidida por un “todos” que no son realmente todos. Si a la vilipendiada democracia representativa se le critica que unos pocos deciden en el nombre de todos, una democracia participativa sin representatividad no se libera de la misma crítica, con el agravante de que nadie sabe quiénes son los que deciden. “El pueblo”, nos dirán, y nadie sabrá de qué pueblo estamos hablando.
En Chile los últimos tres años pasaron en vano. Tres años gastando recursos públicos en himnos, dibujos animados y otros distractores publicitarios para seguir discutiendo en artificios y saltarse el 67% de consenso que exige la actual Constitución. Si de una nueva Constitución se trata, esperamos un diálogo político abierto, de ideas, transparente, transversal y republicano. Una Constitución que represente a mucho más que el 67% de la ciudadanía. (El Líbero)
Andrés Berg, investigador Fundación P!ensa