Guillermo Lasso salvó, por ahora, el pescuezo. Llegó a un costoso acuerdo con la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador, que durante 18 días realizó protestas contra el mandatario. También superó un intento por destituirlo en el Congreso, impulsado por la coalición que lidera desde el exilio el expresidente Rafael Correa.
El caso de Ecuador no es único. Como el suyo, los gobiernos de derecha en América Latina han venido enfrentando levantamientos violentos que los han puesto en jaque, a menudo con la connivencia activa o pasiva de partidos de izquierda radical. Esa fue la situación que vivió Sebastián Piñera en Chile, quien no solo debió encarar el estallido de octubre de 2019 y su secuela de violencia, sino que además lidió con acusaciones constitucionales orquestadas desde la oposición de izquierda. Algo similar le ocurrió en Colombia a Iván Duque, que tuvo que hacer frente a una violenta ola de manifestaciones ese mismo año.
En Perú, protestas violentas estallaron cuando el Congreso nombró al conservador Manuel Merino como presidente interino, luego de destituir a Martín Vizcarra en 2020. Merino apenas estuvo unos días en el poder. En Brasil, multitudinarias manifestaciones que solicitaban la renuncia de Jair Bolsonaro tuvieron lugar en 2021. También Mauricio Macri, el expresidente argentino, sufrió protestas organizadas desde la izquierda piquetera y sindical. Mientras tanto, en el civilizado Uruguay, la izquierda intentó sin éxito el año pasado revocar, vía referéndum, la Ley de Urgente Consideración, corazón del programa del presidente derechista Luis Lacalle Pou.
Resulta innegable que las gestiones de muchos de estos gobiernos dejaron mucho que desear y que la protesta civil es una manera aceptable de expresar descontento. Sin embargo, parece asimismo irrefutable que en varios casos la intención de los organizadores ha ido mucho más allá de mostrar insatisfacción y que lo buscaban era provocar la caída del gobierno de derecha de turno a través del uso ilegítimo de la fuerza. Por eso Lasso declaró que enfrentaba un intento de golpe de Estado, Duque acusó la existencia de “vandalismo puro” y Piñera declaró estar “en guerra contra un enemigo poderoso”.
La fórmula desestabilizadora tuvo su origen en Bolivia en 2003. Ese año, el presidente Gonzalo Sánchez de Losada trató de impulsar exportaciones gasíferas a través de puertos chilenos. La izquierda radical liderada por Evo Morales –derrotado en las urnas por Sánchez de Losada el año anterior— inició una insurrección (la “guerra del gas”), aisló La Paz y acorraló al gobierno, que reprimió la protesta ilegal. Hubo decenas de muertos y el presidente tuvo que abandonar el país. Puede decirse que el proceso boliviano ha tenido para la izquierda latinoamericana del siglo XXI un efecto similar al que tuvo para ésta la Revolución Nacional de 1952 en ese país, que evidenció la posibilidad de derrotar a un ejército regular a través del levantamiento popular.
El exvicepresidente boliviano Álvaro García Linera, cerebro gris del gobierno de Morales, ha dicho que este es el momento que la izquierda latinoamericana ha estado esperando por décadas. Promueve la “revolución democrática”, que no es otra cosa que el asalto popular al poder en momentos en que las élites y las instituciones se encuentran desacreditadas. Mal no le ha ido: tras las protestas en Perú, Chile y Colombia, han llegado al gobierno liderazgos radicales que prometen grandes cambios, incluso refundaciones. Por ahora han fracasado en Ecuador y Uruguay. Pero la izquierda es persistente: la batalla continúa. (DF)
Juan Ignacio Brito