Punta de Tralca: desmesura frente al mar

Punta de Tralca: desmesura frente al mar

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Suelo recorrer desde hace años —en largas y meditadas caminatas— el agreste sendero desde Isla Negra hasta Punta de Tralca, y siempre me ha impresionado que, después de Cantalao (la ciudad de poetas de Neruda que no fue), emerja un espacio abierto, virgen, tan abierto y virgen como el mar. Nada se interpone aquí entre la mirada y el infinito. Siempre creí —¡oh, ingenuidad de caminante roussoniano!— que toda esta zona estaba protegida, por tratarse de un lugar patrimonial. Todos quienes viven en los sectores aledaños a este paraíso, único tal vez en el litoral central, creyeron eso. Aquí reinan los cururos, roedores endémicos de Chile, a los que es difícil ver, pues se protegen de la proximidad humana. Y cientos de aves delicadas y temerosas. “La naturaleza ama ocultarse”, dijo alguna vez Heráclito. Estos parajes costeros esconden otros secretos y tesoros, como los conchales, e incluso restos de material cerámico de pueblos ancestrales que habitaron en esta orilla milagrosa. Allí también es posible encontrar las “piedras tacitas”, donde se molieron los granos y se hicieron ritos ceremoniales. Es decir, en este tramo entre Isla Negra y Punta de Tralca, sin que lo sepamos, estamos pisando reservas de physis (así llamaron los griegos a la naturaleza) entrelazada con historia muy antigua, maridaje que suele darse en nuestra América.

Los veraneantes que inundan en hordas estas playas en verano ignoran todo eso. La mayoría de los chilenos vivimos inconscientes del milagro que nos rodea (no tenemos talante contemplativo) y de la historia remota de los que nos precedieron (sumidos en un presentismo ignorante). Acabamos de enterarnos de que una inmobiliaria va a modificar radicalmente esta zona sagrada y la va a convertir en “zona de sacrificio”: los parajes vírgenes donde el viento se pasea soberano son ofrecidos hoy como “vistas” para futuras parcelaciones y edificaciones. Uno de los últimos lugares del litoral que resistieron la avidez y desmesura constructiva está a punto de perderse para siempre. ¿Podemos de verdad medir y calcular lo que esa pérdida significa?

El chileno tiene una relación compleja con el paisaje: varios ensayistas han reflexionado sobre eso (Luis Oyarzún, el psiquiatra Armando Roa, entre otros). Por aquí tienen que haberse paseado los poetas Pablo Neruda y su amigo Juvencio Valle (quien pasó sus últimos días en una comunidad aledaña a este lugar), sureños exiliados que encontraron en estos parajes la resonancia de su infancia agreste. Ellos comprendieron lo que esta esquina única en el planeta significaba, ellos vieron “dentro” de la materia y el alma de la tierra. ¿Qué pueden entender de eso los funcionarios municipales que, en vez de cuidar el patrimonio natural e histórico que les fue encomendado, les facilitan las cosas a quienes hacen negocios fáciles devastando nuestro paisaje, que es casi lo mismo que devastar nuestro ser más profundo?

La indolencia del chileno y sus autoridades ante nuestra naturaleza y nuestra historia tiene que ver con carencias antropológicas y ontológicas muy hondas. Las nuevas generaciones —y con razón— se espantan al ver tanta desidia e incompetencia de las generaciones anteriores, que no han sabido habitar de verdad esta “copia feliz del Edén”. Seguramente los cómplices y autores de esta barbarie se escudarán detrás de lo legal. Habrá que investigar, primero, si todo ha sido, de verdad, legal. Y aunque lo fuere, ¿no es a todas luces una desmesura, un crimen que el Estado debiera evitar a toda costa? Donde los primeros habitantes hicieron ritos sacrificiales, llenos de sentido, a nosotros, los “últimos hombres” —chilenos sin conciencia de lo propio—, apenas nos da para rendirnos y claudicar ante la usura. El canto de los pájaros silvestres y el silencio de los cururos nos interpelan. Y el mar golpea fuerte hoy, iracundo, como dictando una sentencia a nuestra imperdonable culpa. (El Mercurio)

Cristián Warnken

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