En los buses que utilizo para mis desplazamientos por Valparaíso se puede leer un aviso instalado sobre la superficie de vidrio que cubre la espalda de los conductores. Entre otras cosas, el aviso recuerda a los pasajeros el Art. 50 del Decreto Supremo 212, de 1992: «La radio del vehículo puede funcionar con volumen moderado y siempre que ningún pasajero se oponga». Otra de las menciones informa acerca de que «los usuarios no deben distraer al conductor».
Dos normas por completo ineficaces, porque las radios van siempre a todo volumen, con lo cual los choferes se distraen a sí mismos, mientras que el asiento al lado del conductor -ese que nos disputábamos cuando niños- está casi siempre ocupado por algún amigo del chofer que no tiene nada mejor que hacer que darle conversación durante todo el recorrido y, si se decide a trabajar un poco, bajar en los paraderos para vocear el destino del bus y conseguir pasajeros. Hecha su «pega», como gusta decirse ahora (¿en qué momento el trabajo se degradó en empleo y este en pega?), el locuaz acompañante vuelve a ocupar su privilegiado lugar para continuar distrayendo al conductor. Solo por milagro los pasajeros llegamos sanos y salvos a nuestro destino.
Los conductores pueden llevar sintonizada la radio (permiso), aunque a volumen moderado (obligación) y siempre que ningún pasajero se oponga (derecho). Lo cierto es que siempre la llevan sintonizada, a un altísimo volumen y, desde luego, sin que ningún pasajero se oponga. Rara vez he visto levantarse a uno de su asiento para pedir que se baje el volumen de la música o del parloteo radial que le dificulta la audición de la música que él lleva grabada y llega directamente a sus oídos.
No se trata de ser esnob, ¿pero se imaginan ustedes el sufrimiento que puede significar para quien escucha algo de Liszt verse interferido por una cumbia o por la cháchara estridente de un animador radial que en ese momento descuera a la auditora que llamó para contar al aire alguna de sus cuitas personales? Vivimos en la sociedad del ruido y algunos tratan de huir de ella; por ejemplo, escuchando su propia música cuando van por la calle o suben al transporte público. Pero esa música puede ser contaminada por el ruido de la ciudad o por el que sale de la emisora de un conductor.
Reconozco que aprendí la letra de tangos y boleros gracias a mi costumbre de andar en bus. Inolvidables tangos y boleros que me dieron una cierta visión de la vida y que puedo entonar con alguna facilidad. La letra de todas las canciones sobre Valparaíso las aprendí también gracias a la radio, mas no a la que tengo en casa, sino a la que llevan sintonizada los conductores de buses y taxis colectivos.
En 2003, días después de la inscripción de los barrios históricos del Puerto en la lista del Patrimonio de la Humanidad, subí a un taxi en avenida Errázuriz con destino al barrio Miraflores. Fui el último de los cuatro pasajeros en subir. De la radio del vehículo, más gozoso que nunca, salía el himno de la ciudad, ese que empieza diciendo: «Eres un arco iris de múltiples colores». El conductor y los otros pasajeros seguían la letra a viva voz. «¿Y usted no canta?», preguntó la fornida muchacha que me llevaba apretado contra una de las puertas, y fue así como no tuve más alternativa que sumarme al improvisado coro que salía de la ciudad en medio de la neblina. Se trataba de la versión de Lucho Barrios y la conversación derivó luego hacia el bolero. Mencioné a Palmenia Pizarro, a Feliciano, y no sé cómo el chofer se las arregló para que escucháramos «Cariño malo» y, a continuación, «La copa rota». No exagero si digo que en cuando bajé en la plaza Miraflores tenía lágrimas en los ojos.
Pero ya casi no se sintonizan tangos ni boleros. Me imagino que se los considera música de viejos, aunque he visto jóvenes cantando temas de Cecilia o Buddy Richard. «Un bolero -por favor-, un tango», supliqué al conductor de un taxi colectivo, y este me miró como si yo viniera de Marte y no supiera quién es Lady Gaga.
Cierta vez mencioné a Carlitos Gardel y el joven conductor me preguntó en qué equipo jugaba.
Fuente: Edición Original El Mercurio