Los países son sistemas sociales complejos y el objetivo de la política es tratar de orientar esa complejidad hacia un óptimo de resultados mediante políticas de Estado. Esto, por supuesto, es muy difícil. Antiguamente, las ideologías políticas proveían recetas globales que respondían todas las preguntas importantes, pero hace décadas adquirimos conciencia de la precariedad de estos grandes modelos. Esto pasó luego de que, una y otra vez, ideas que parecían excelentes y lógicas en el papel produjeran desastres al entrar en contacto con la realidad. En los 90 se terminó imponiendo, entonces, un pragmatismo de prueba y error sin muchas altisonancias. La famosa y hoy desdeñada “tecnocracia”.
El déficit que se generó, sin embargo, fue de sentido. Los grandes desafíos colectivos exigen un grado de disciplina y unidad de propósito para funcionar. Y ya que las ideologías y todo su imaginario militante están muertas, por más que algunos reciclen su estética con fines promocionales, lo que se abrió camino fue la fragmentación identitaria. Un ensimismamiento del ser, que pasa a ser militante de su diferencia. Este proceso fue empujado, por cierto, por las dinámicas de mercado que, en pos de acelerar la circulación del capital, incentivan un estado de permanente definición y diferenciación identitaria. Una adolescencia eterna.
La política identitaria es parasitaria: su posición es demandar eternamente reconocimiento -y recursos de todo tipo- por parte del orden social huésped. No tiene visión de conjunto, sino intereses estrechos que promueve desde el activismo permanente. Esta competencia por capturar reconocimiento ha llevado, a su vez, a un torneo victimista: quien logre mejor reivindicar la posición de vulnerado podrá capturar más recursos. La ironía es que parte clave de ser realmente víctima es experimentar grandes dificultades para poder hacerse visible como tal. Luego, los victimistas más exitosos suelen ser personajes acomodados dedicados al rentismo moral. Es parte de lo que el youtuber César Huispe pone sobre la mesa en su fulminante análisis de la serie de Amazon Prime La Jauría, dirigida por Pablo Larraín.
Los activismos identitarios tratan el orden institucional huésped como piñata: le pegan a ver qué cae. Hay dependencia, pero no lealtad, respecto a él. Esto conlleva la decadencia del orden compartido, lo que enfrenta a los grupos identitarios a la misión de tratar de mantener vivo el organismo huésped. Sin embargo, tal tarea es imposible desde sus lógicas autorreferentes. La Convención Constitucional, que ha sido una especie de gran feria del victimismo estratégico, nos ha dado una valiosa lección al respecto: los activistas de lo propio son incapaces de pensar en términos públicos. Su única pregunta y preocupación es qué tajada le toca a cada lote. Luego, su propuesta final es más una desconstitución -una repartija- que un orden alternativo con expectativas de funcionar. Al octubrismo no le da para más.
La crisis política que hoy vive el gobierno tiene su origen ahí mismo. La izquierda liderada por el Presidente Boric es una precaria asociación de activismos identitarios. No tienen visión de país ni de Estado, y se nota. Es un eterno alimentar clientelas victimistas, pero inconsistente y carente de horizonte. El gremio de apaleadores de la piñata se hizo del gobierno de la piñata, pero no tienen idea de qué hacer con ella. Luego, siguen actuando como “movilizados”. Están todavía en modo demanda, cuando les toca ofrecer respuestas.
Para peor, esta parálisis degenerativa es un lujo que no podemos darnos. El mundo está entrando desde 2020 en un proceso de reconfiguración política que, si nos agarra mal parados, nos mandará al basurero. Y los desafíos de adaptación al cambio climático no aguantan más atrasos. Si no logramos unidad de propósito luego en torno a objetivos estratégicos claros, Chile se convertirá rápidamente en un Estado fallido: se romperá la máquina.
¿Cómo superar esta situación? La derrota en las urnas de la propuesta constitucional octubrista es un paso clave, pues le dará una oportunidad de salida de la trampa identitaria a Gabriel Boric, permitiéndole pararse como Presidente de todos los chilenos -con los dos pies firmes en su versión de segunda vuelta-, en vez de como pastor de activismos dispersos. Será libre para conducir la búsqueda de amplios y pragmáticos acuerdos políticos sobre lo común y lo compartido. Y celebrará el 18 en un país con, al menos, ganas de seguir existiendo como tal. (La Tercera)
Pablo Ortúzar