Rectitud política

Rectitud política

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«No se trata entonces de que los ciudadanos se erijan en jueces ni de hacer moralina. Se trata simplemente de reclamar lo que se pudiera llamar rectitud, rectitud política…

Una de ellas (ejemplificada en la reacción frente al caso de Longueira del senador Hernán Larraín en «El Mercurio» del lunes o la del agente Insulza en «La Segunda» de este viernes) consiste en rehusarse a emitir opinión crítica alguna. La razón sería que no es correcto erigirse en juez de nadie. En cambio, y haciendo pie en la presunción de inocencia, habría que suspender el juicio esperando que algún tribunal se pronunciara.

La otra reacción consiste en esgrimir una suerte de realismo, no para justificar (nadie hasta ahora se ha atrevido a eso), sino para excusar esos hechos. La política, se sugiere, está hecha inevitablemente de barro y quien se dedica a ella, al margen de cuáles sean sus virtudes personales, debe ensuciarse los pies. Por eso, cuando el barro sale a la luz no habría que quejarse demasiado. Hacerlo sería una especie de hipocresía o, peor, una simple moralina (esta última expresión, moralina, la empleó el senador Larraín).

¿Son correctos esos puntos de vista? ¿Será verdad que, una vez revelado el tránsito ilícito de dinero hacia la política -v.gr. los intercambios entre Longueira u Ominami con SQM-, lo correcto es enmudecer hasta que el juez firme la sentencia?

El punto de vista según el cual no hay que erigirse en juez de nadie es válido, sin duda; pero cuando los ciudadanos emiten un juicio crítico frente a la actuación de un político no se están convirtiendo en jueces (es decir, zanjando una controversia a fin de aplicar o eximir de un castigo), sino que están emitiendo una opinión acerca del comportamiento público de alguien que, apenas ayer, ofrecía dirigir el país, como senador o presidente, y solicitaba su confianza. Esa opinión o juicio crítico no infringe tampoco el principio de presunción de inocencia, porque este último consiste en una garantía frente a la coacción estatal (el Estado no puede desatar la fuerza contra un ciudadano hasta que pruebe que lo merecía), pero no en una inmunidad frente a los ciudadanos o la prensa, quienes retienen siempre su derecho a escudriñar y juzgar el comportamiento de quienes aspiran a conducirlos.

Así, entonces, la primera reacción (no hay que erigirse en juez, hay que respetar la presunción de inocencia, etc.) se funda en una falacia. Los ciudadanos y la prensa (la jurisprudencia en esto es unánime) tienen derecho a juzgar el comportamiento público de un político. La inmensa asimetría entre los políticos (que tienen en sus manos parte importante del destino de todos) y los ciudadanos (cuyas vidas dependen en parte de lo que hagan los políticos) se atenúa gracias a la posibilidad de estos últimos de hacer el escrutinio y la crítica de los actos de los primeros. Si esta posibilidad no existiera, la asimetría no sería asimetría, sino servidumbre. Y entonces, el ex candidato Longueira, el ex senador Ominami, el senador Larraín o el agente Insulza y todos los miembros de la clase política (esta expresión no es desdorosa, sino descriptiva y la inventó Gaetano Mosca) podrían manejar los intereses públicos como quien maneja los propios: con derecho a reclamar silencio respecto de su gestión.

En cuanto a la segunda reacción -hay que evitar el facilismo moral que encubre las dificultades de la política-, también reposa sobre un argumento erróneo.

Es verdad que esgrimir simples principios morales frente a los problemas de la política puede ser un facilismo, una moralina. Después de todo, pocas actividades humanas quedarían sin rasguño si se las examinara al trasluz de las morales disponibles. Todo eso es cierto. Pero hay al menos dos mínimos morales que es imprescindible que los políticos respeten y que los ciudadanos pueden exigirles. El más obvio es, por supuesto, el deber de cumplir la ley (como es evidente, el deber de cumplir la ley no es de origen legal, sino moral); el otro es rendir cuentas allí donde se ejecutó una voluntad ajena (este es el oficio del político en una democracia representativa, ser fiduciario de intereses que no son suyos).

Pues bien, ambos deberes han sido incumplidos en todos los casos que han salido a la luz. En todos ellos se ha incumplido la ley (podrá discutirse si se ha cometido delito, pero no cabe duda que la han infringido a sabiendas) y en ninguno de ellos los implicados han rendido cuentas ante la opinión pública de sus actos (en vez de eso, se han refugiado por enésima vez en su derecho a guardar silencio, como si estar frente a la opinión pública fuera equivalente a estar en un estrado judicial).

No se trata entonces de que los ciudadanos se erijan en jueces ni de hacer moralina. Se trata simplemente de reclamar lo que se pudiera llamar rectitud, rectitud política.

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