Como resultado de una elección que a última hora se volvió más disputada de lo anticipado, se observa también una mayor perplejidad. Léase: extrañeza, asombro, sorpresa, desconcierto, desorientación, duda, indecisión, vacilación. Esto, por un lado. Por el otro, existe la percepción de que la sociedad civil se acerca a la elección del domingo próximo con perfecta normalidad. Léase: tranquilidad, serenidad, naturalidad, calma, orden.
De modo que la esfera público-política se halla en estado de efervescencia mientras que en los hogares y las familias, las comunidades vecinales y los mundos laborales, las interacciones cotidianas se desenvuelven con su acostumbrada regularidad cotidiana.
Allá, altos decibeles, ademanes dramáticos, discursos cargados de tormentas y urgencia; acusaciones y reacciones; la sensación de que hay dos países enfrentados, irreconciliables, cada uno de los cuales ofrece futuros divergentes y lee la historia de maneras contrastantes.
Es el mundo de los programas políticos en la TV, la franja electoral, las entrevistas otorgadas por dirigentes de los partidos en pugna, de los candidatos en los debates, el sordo ruido de las redes sociales y el análisis de los talking heads, las cabezas parlantes como tan gráficamente se llama a los opinólogos en el idioma de la prensa de los EEUU.
Acá, por el contrario, la vida diaria de las gentes, individual y masificada, esforzada, hecha de trabajos y familia, de deberes incontables y satisfacciones irregulares, del consumo y los riesgos que caracterizan a la modernidad capitalista. Dícese que el domingo pasado más de un millón de personas salieron a las calles de Santiago —padres, madres, hijos e hijas, amigas y amigos, parientes, transeúntes— para participar en la fiesta Paris Parade 2017. Era la esfera privada volcada a las calles. Y uno se pregunta, ¿cuántos de ellos concurrirán a votar? ¿Y por quién lo harán? Antes, con un similar impacto “apolítico” había tenido lugar el espectáculo público-privado de la Teletón.
Esa enorme brecha anímica que observamos a nuestro alrededor, ¿representa el síntoma de una enfermedad social —anomia, alienación, conformismo pasivo, depresión colectiva, desdoblamiento de la personalidad nacional—, o es el reflejo de un malestar democrático o de una crisis de representación política o de una fuga hacia adelante de las élites?
¿O bien, por el contrario, es el signo de una sociedad crecientemente normalizada, donde la esfera política —como ocurren en las democracias capitalistas— ocupa un espacio inevitablemente acotado, por lo menos mientras no se produzca un colapso del sistema, una explosión de fuerzas, o una ruptura revolucionaria?
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Pues efectivamente, a un lado se percibe una corriente profunda de estabilidad social, la cual se halla asegurada por el poder fáctico de lo cotidiano, por el orden relativamente ininterrumpido de las transacciones en los mercados, por la presencia del Estado con sus jerarquías y regulaciones, por las redes de vinculación privada que subyacen a la vida colectiva, y por un sorprendente 60% de chilenos que se siente optimista o muy optimista frente al futuro del país (Cadem, 11 de diciembre, 2017).
Uno podrá decir que todo eso es el resultado de un disciplinamiento de la sociedad —de los cuerpos y almas de las personas que la componen—, producto de los mecanismos foucaultianos del poder (macro y micro, visibles e invisibles, fijos y líquidos, hard y soft), los que operarían en la trastienda definiendo momentos de dominación, de hegemonía y de integración. Como sea, revela un cuadro relativamente estable de la sociedad, que incluye, por cierto, una importante cuota de conflictos, contradicciones y sentimientos encontrados.
Al otro lado, la esfera política —mediatizada, semiprofesionalizada y en permanente lucha competitiva por acceder a la parte más visible de aquellos resortes del poder— se halla comprensiblemente excitada. En efecto, ella sí se juega una parte de la vida —de las personas y colectivos que la integran— en el torneo cuyos resultados conoceremos el domingo próximo.
Lo sorprendente, sin embargo, es cuán voluble son las ondas de ánimo y desanimo que recorren a los miembros de dicha esfera; la facilidad con que pierden el contacto con la sociedad civil que los soporta y el elevado grado de irrealismo que acompaña a esos cambios climáticos. Las encuestas son como los reportes meteorológicos que deberían anticipar estos cambios de clima pero que, a la postre, han resultado desmentidos en casi todas sus predicciones.
Hoy, incluso los más connotados talking heads de la plaza guardan un perplejo silencio pues, según se ha vuelto aparente, no hay cómo anticipar a los vencedores y perdedores del torneo electoral.
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Aun así, enfrentada a la realidad de un empate que vuelve inciertos los resultados, incluso más allá de las urnas en la densa urdimbre de la sociedad civil, nuestra clase política mantiene discursos catastrofistas para el caso de que se impongan los adversarios y del advenimiento de un nuevo país (todavía desconocido) si ganan las propias fuerzas.
Mi hipótesis es que dicha exagerada, irreconciliable, dicotomía es la que mantiene alejada a la esfera política de la sociedad civil y crea este clima de separación y enconos que termina confundiendo a la propia clase política que lo cultiva.
Nuestros dirigentes de derecha e izquierda declaran estar escuchando al pueblo, tocando las puertas de sus hogares, visitando sus comunas y queriendo interpretar sus sueños, pero por ninguna parte aparece la realidad masiva de ese pueblo, sus labores cotidianas, sus anhelos de progreso, su relativo optimismo y sus muchas preocupaciones frente a las situaciones de riesgo y vulnerabilidad que lo afectan.
Más bien, nuestros dirigentes inventan para sí los países que conforman los excitados imaginarios de la clase política.
La derecha ve a un pueblo que se sentiría estrangulado por el mal gobierno, expuesto a mil carencias de la política pública, que se hallaría estancado por el bajo crecimiento y expuesto a las fallas del Estado en la mantención del orden público, la seguridad, la salud y la educación. Y anuncia que, de imponerse la izquierda, este dramático cuadro continuará deteriorándose, hasta conducirnos al socialismo del siglo 21, tipo Venezuela.
A su turno, la izquierda ve a una sociedad aplastada por los malestares del capitalismo, las fallas del mercado y el abuso de los poderosos, que reclama profundas reformas estructurales —las que se hallarían a medio camino y deberían ahora completarse—, para así garantizar el máximo posible de derechos sociales, junto con un cambio de la matriz productiva que debería hacer posible, mañana, financiar en Chile el gasto de un Estado de bienestar nórdico. Si llegase a ganar la derecha, amenaza, vendría el gran retroceso, se paralizarían las reformas, se retrocedería en derechos sociales y reinarían los mercados neoliberales sin límites.
Estos imaginarios algo febriles prometen un cielo en cuatro años o el infierno que traerían consigo los competidores.
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Une a la clase política un mismo supuesto compartido: que el país, la sociedad, la gente en su vida cotidiana, depende radicalmente de quien se imponga en la lucha de titanes de la polis. Las vidas individuales, de los grupos familiares, de los trabajadores y consumidores, de los técnicos y profesionales, de viejos y jóvenes, a nivel comunal y de regiones, pendería —como de un hilo— de las habilidades de la clase política, de sus ideologías y disputas, de los programas y el liderazgo del candidato ganador y la conformación posterior de su equipo.
Este supuesto es radicalmente equivocado, sin embargo.
La mayoría de los ciudadanos-voluntarios, votos más o menos, no concurrirá a votar el domingo, como no lo ha hecho en elecciones pasadas tampoco. Se halla distante de los sueños de la clase política. No estima que su vida dependa vitalmente, por decir así, de quienes gobiernen las palancas del Estado. Conoce, en la práctica, los límites de la democracia capitalista, tal como si estuviera integrada por sociólogos espontáneos. Sin embargo, no tiene disposición a votar; no desea marcar una preferencia entre los candidatos en disputa. En suma, es una mayoría, o casi, que necesita ser interpretada y que difícilmente pude atribuirse al progresismo o a la conservación, a la continuidad o al cambio, mucho menos a la revolución o a un sueño particular de país.
La mitad que sí concurrirá a votar se dividirá entre las dos coaliciones de manera más o menos pareja, pero ganará —se dice con la voz impostada— quien obtenga un voto más. ¿Qué mandato podría invocar el ganador que logre reunir tras de sí y sus banderas a esa mitad de la mitad?
Si algún vencedor imagina que en nombre de esa minoría activamente votante podrá, desde la esfera política, definir un nuevo rumbo, cambiar de paradigma, imponer un sueño de país o alterar el patrón de desarrollo de la sociedad y la economía, pronto descubrirá que los balances de la democracia se lo impiden. No sólo por falta de una mayoría en el Congreso sino, más fundamentalmente, por carecer de una mayoría en la sociedad, cuyas redes de vida cotidiana, el difuminado poder de los mundos privados, es el peso más fuerte que inclina a las sociedades a seguir caminando en su trayectoria.
Ese es justamente el momento en que la parte ganadora de la esfera política, y las partes perdedoras también, deben reconocer que la sociedad no depende de aquella esfera, sino que de su propia capacidad para seguir avanzando en la trayectoria mediante reformas “en la medida de lo posible”.
El próximo domingo comenzará para el ganador este proceso de aprendizaje sobre los límites del poder político. (El Líbero)
José Joaquín Brunner