Hace 50 años, el 16 de Julio de 1967, el entonces Presidente Frei Montalva, promulgó la ley de reforma agraria. Fue este cuerpo legal el que abrió las puertas a la más importante transformación social del campo chileno. Desaparecerían los grandes latifundios tradicionales, cuya escasa productividad (en muchos casos) planteaba severos límites al desarrollo económico del país.
Exigencias básicas de la justicia, y de la modernidad, como ciudadanía efectiva, derechos iguales tutelados por la ley, remuneraciones en dinero y asociacionismo libre empezarían a reemplazar relaciones sociales fundadas en el paternalismo y la dependencia.
Tengo claro, por supuesto, que existen, legítimamente, diversas apreciaciones sobre los efectos sociales, políticos y económicos de la reforma agraria. Los críticos destacan el hecho que no se alcanzó el fin declarado del proceso, esto es, la creación de una gran clase media campesina, formada por cientos de miles de pequeños propietarios. Se reprocha, además, la ausencia de un suficiente apoyo técnico y crediticio a los asentamientos y a los asignatarios individuales. En varios casos, los propietarios y sus familias sufrieron violencia. La multiplicación de tomas ilegales y los intentos de la ultraizquierda por desbordar el marco legal solo sirvieron para acentuar una trágica polarización.
Es mucho, sin duda, lo que podemos aprender de un proceso complejo y profundo como el recordado. Todos. Quienes lo valoramos y quienes lo rechazan. Es con sentido crítico y autocrítico, entonces, que, a propósito de estos 50 años, rindo homenaje a algunas de las personas que pusieron sus mejores esfuerzos para superar estructuras sociales que reñían con la dignidad esencial de la mujer y el hombre del campo chileno.
Comienzo trayendo a la memoria a Monseñor Manuel Larraín Errázuriz, amigo, compañero de estudios y alma gemela de San Alberto Hurtado. Desde el Obispado de Talca, que serviría desde 1939 hasta su muerte en 1966, Larraín sería un constante defensor de los derechos de los campesinos. Y así, cuando parecía que el gobierno del General Ibañez iba a reprimir con violencia la primera huelga agrícola, Larraín no dudó en ponerse del lado de los dirigentes gremiales. Luego, a partir de 1962, y junto al Cardenal Silva Henríquez, Larraín llevó adelante la primera de las reformas agrarias, la que practicó la Iglesia Católica con varios de sus propios fundos.
Destaco, en segundo término, a los cientos de líderes sociales y sindicales que, como Emilio Lorenzini, se jugaron por organizar a los trabajadores del campo. Especial mención merecen aquellos que, por su compromiso gremial y social, sufrieron persecución, tortura y muerte luego del golpe de 1973. Me remito, en esto, a la nómina que recoge un libro reciente de José Bengoa. Recuerdo, luego, la contribución de los ingenieros, agrónomos, abogados y técnicos del Ministerio de Agricultura, la CORA, Indap e Inproa. Evoco, como emblema de ese compromiso, el testimonio de Hernán Mery, joven agrónomo asesinado cumpliendo su deber. Concluyo con una referencia ineludible a Frei Montalva: “Presidente de los campesinos”, comprometido a fondo, hasta su muerte, con la construcción de una sociedad en que el sol brille para todos. (La Tercera)
Patricio Zapata