Con una votación en la que confluyeron motivaciones muy heterogéneas, contradictorias incluso, ha concluido el proceso de experimentación constituyente iniciado hace cuatro años, y que terminó provocando un fuerte sentimiento de hastío en la mayoría de la población. ¿Quiere decir que se vuelve al punto de partida como si nada hubiera pasado? En realidad, no es posible. Fueron demasiados los estragos causados por los desatinos políticos.
El país no tenía un problema constitucional en 2019, sino que este fue provocado por quienes capitalizaron el cuadro de confusión y temor creado por la revuelta golpista. Amedrentado por la posibilidad de que la violencia le pasara por encima, el Congreso Nacional tomó la decisión de ponerlo todo en discusión, en sintonía con el gobierno de entonces.
No otra cosa fue convocar a reemplazar la Constitución y a elegir un órgano que pareciera asamblea constituyente. Era como si no hubiera habido una transición democrática, como si el país hubiera estado congelado por 30 años. La demagogia hizo lo suyo. El miedo, también.
Chile recorrió un camino singular hacia la libertad a partir de 1988, cuando cobró fuerza una corriente de sensatez política que trascendió las trincheras y procuró visualizar con realismo el futuro de Chile. Fue el momento en que las FF.AA. y las fuerzas antidictatoriales confluyeron en el plebiscito del 5 de octubre de ese año, con la voluntad compartida de superar los traumas y llevar al país a la democracia.
Hubo quienes entendieron antes y mejor, tanto dentro del régimen de Pinochet como en el seno de las fuerzas opositoras, que esa era la vía de la paz y del avance hacia un régimen de libertades.
Desafiaron los prejuicios y resquemores, también las dudas explicables, y cruzaron hacia la otra vereda para establecer acuerdos básicos que permitieran efectuar un plebiscito limpio, cuyo resultado fuera respetado por todos.
Con Pinochet todavía en La Moneda, los espacios de libertad se ampliaron en 1988. Todos los partidos pasaron a actuar abiertamente. La sensación mayoritaria era que el país estaba volviendo a su cauce histórico. Lo singular fue que lo hizo sobre la base de la Constitución de 1980 que, aunque tenía el pecado original de haber surgido en un contexto de falta de libertad, ofreció una oportunidad para el reencuentro nacional en condiciones democráticas.
El triunfo del No ensanchó el camino de la paz y la libertad. Las FF.AA. reconocieron el resultado y respaldaron el cambio porque entendieron que no había habido ruptura, sino un acuerdo dentro de la legalidad del régimen. En julio de 1989, otro plebiscito aprobó un conjunto de reformas constitucionales pactadas entre los opositores y el régimen, las cuales permitieron efectuar elecciones libres en diciembre de ese año. En marzo de 1990, Augusto Pinochet entregó las insignias del mando a Patricio Aylwin. ¿Transición impura? Terrenal, sin duda. Fue la base de la estabilidad y la gobernabilidad de las décadas siguientes.
Las características de la transición fueron cuestionadas desde la partida por el PC, que promovía otro tipo de salida y, consiguientemente, otra clase de régimen. Fue el primero en iniciar una campaña contra “la Constitución de Pinochet” y en reclamar una asamblea constituyente. Las cosas, sin embargo, cambiaron de otro modo. La mayoría de las fuerzas políticas priorizó el fin de la violencia y el afianzamiento del orden institucional que iba surgiendo, con un Congreso en funciones y plenas garantías para el ejercicio de las libertades. No hubo regresión autoritaria.
La acumulación de reformas posibilitó que Chile diera un enorme salto de progreso en todos los planos, lo cual es indisociable de la estabilidad basada en el texto que, con múltiples reformas, ha sobrevivido hasta hoy.
Hemos comprobado que la historia puede tener un desarrollo caprichoso, y que los riesgos de catástrofe pueden estar a la vuelta de la esquina. Lo demuestra el extravío constituyente, en cuyo origen estuvo la violencia de las bandas criminales que buscaron descomponer el Estado, y el oportunismo de los grupos políticos que trataron de sacar ventajas a cualquier precio. El país se salvó, pero con grandes laceraciones.
La vieja y la nueva izquierda hicieron cuanto pudieron para socavar y deslegitimar la Constitución que lleva la firma de Ricardo Lagos Escobar. Es una ironía que el resultado haya sido, luego de tantas convulsiones, el reforzamiento de su legitimidad. Considerando que están gobernando dentro de esa Constitución, tienen el deber de respetarla y hacerla respetar. El problema mayor de estos años saturados por el doble juego y la indolencia ha sido la deslealtad con la democracia. Debemos sacar lección de ello. (El Mercurio)
Sergio Muñoz Riveros