Rescatar el límite-Francisca Echeverría

Rescatar el límite-Francisca Echeverría

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Esta semana el Diccionario de Oxford ha elegido brain rot como la palabra del año. El nuevo concepto, traducido como putrefacción cerebral, se refiere al deterioro mental o intelectual que produciría el sobreconsumo, sobre todo online, de material trivial y poco desafiante. Por estos mismos días, Australia aprobó un proyecto de ley que prohíbe el uso de redes sociales para menores de dieciséis años, mientras que en España un informe de especialistas que encargó el gobierno propone eliminar las pantallas en menores de seis y recomienda el uso de celulares sin internet para menores de dieciséis, entre otras medidas. Tras años de alegre inocencia, empezamos a despertar del hechizo.

También en Chile la ambivalencia de redes como Instagram, TikTok o Snapchat empieza a ser reconocida en contextos educativos. Hay colegios promoviendo acuerdos digitales para retrasar la edad en que los adolescentes acceden a las redes sociales y están surgiendo iniciativas de padres para visibilizar los efectos adversos del uso temprano de estas plataformas y promover transformaciones culturales en la materia.

La preocupación no se debe sólo al riesgo de brain rot asociado a la exposición pasiva a muchas horas diarias de pantalla -lo que está lejos de ser un problema menor en un país con una severa crisis educativa-, sino también el cyberbullying, la ansiedad, las presiones en la formación de la identidad propia, la exposición a pornografía, el eventual contacto con redes delictuales, el aislamiento y un efecto creciente en relaciones interpersonales precarias. Por decirlo de algún modo: lo que se pudre no son sólo algunas neuronas, unas pocas conexiones, algo subsanable con nuevos estímulos. El deterioro parece ser sistémico.

Medidas drásticas como las impulsadas en Australia, sin embargo, encuentran resistencia en algunos sectores. No sólo en los gigantes tecnológicos que temen perder clientes, sino a veces también en las mismas familias, que no terminan de calibrar a qué se exponen sus hijos, ansiosamente sobreprotegidos en otros ámbitos. Es fácil engañarse frente a un adolescente que está físicamente cerca, pero lejos. Y también ante el efecto del ejemplo de nosotros, adultos, en este mismo ámbito. Y si nunca es sencillo educar, lo es menos en una época en que cuesta tanto comprender la existencia misma de límites: su razón de ser, su posibilidad de escapar de la arbitrariedad, su potencial de mejorar la vida.

Obviamente no hay una respuesta única sobre las redes sociales, sus luces y sombras, la edad en que cabe esperar un uso responsable de ellas o el modo de paliar sus efectos problemáticos. En todo caso, es difícil negar que formar niños sanos, con un adecuado concepto de sí mismos, intelectualmente despiertos y abiertos al mundo requiere de un cierto contexto, de ciertos umbrales, de algunas formas de cooperación. Sólo una conversación a fondo en las familias, los colegios, la opinión pública y la política podrían ayudar a discernir los acuerdos y límites que permitan trocar el riesgo de podredumbre en posibilidad. (El Líbero)

Francisca Echeverría