La llegada de Hernán Larraín a la Presidencia de la UDI se produjo en el momento más álgido de los casos de corrupción. Contrario a lo que muchos hubiéramos esperado, se atrincheró en el “principio de inocencia”, sosteniendo que no le correspondía a él, ni a nadie en su partido, hacer un reproche a la conducta de los militantes sin que en forma previa un tribunal de la República hubiera acreditado el delito.
Se trata de un posición equívoca, por no decir deshonesta, por cuanto el pronunciamiento que hace la Justicia nada tiene que ver con las responsabilidades políticas y éticas que deben observar los servidores públicos, en especial aquellos que representan más visiblemente a sus partidos. En efecto, las conductas en que han incurrido varios dirigentes, de manera masiva y transversal, no sólo le han infligido un duro golpe al ya alicaído prestigio de la actividad política, sino que han puesto en cuestión la honorabilidad de sus específicos partidos. Equiparar el estándar legal al político y moral, supone la más absoluta incomprensión de la naturaleza que subyace a la actividad pública y al funcionamiento de un sistema de partidos en democracia, donde por de pronto existen muchas conductas que no siendo antijurídicas, sí merecen un duro reproche ético y electoral por parte de los ciudadanos.
Pero aun siguiendo la extraña lógica que se instala hoy como doctrina -insisto, de manera generalizada y transversal en la clase política- a poco andar notamos la interesada inconsistencia en la aplicación de dicho precepto. Así por ejemplo, el senador Iván Moreira fue uno de los primeros en reconocer públicamente su falta, descartando su inocencia sobre los hechos que se le imputaban y, sin embargo, a la fecha el gremialismo no ha tomado ninguna acción para hacer efectiva su responsabilidad política y ética. Pero hace una semana el panorama ya adquirió ribetes demenciales, cuando habiendo Jovino Novoa reconocido judicialmente su participación en el financiamiento ilegal de la política, fraude tributario mediante, y así sentenciado por un Tribunal de Justicia, la máxima instancia disciplinaria de la UDI resuelve no sancionarlo por cuanto (atentos a lo que viene): no existía ni se había perseguido enriquecimiento personal y, adicionalmente, se trataba de una práctica generalizada.
Puesto de esta forma, podemos sacar tres quemantes conclusiones. Primero, que se puede robar y defraudar bajo ciertas circunstancias. Segundo, que no se deben castigar aquellos delitos que se cometan de manera masiva y popular. Tercero, que específicamente tratándose de la actividad política, tanto para su financiamiento y desarrollo, es legítimo violar la ley siempre y cuando no exista lucro personal. En resumen,entiendo que la UDI no denunciará ni criticará, incluso que justificará, toda sustracción y desvío de fondos públicos cometido por funcionarios de gobierno para las próximas elecciones municipales y presidenciales, siempre y cuando éstos no se guarden un peso de lo defraudado al fisco y a todos los chilenos. ¡Qué bonito!