Miro al pasar un rododendro florecido. Es la primavera que oficialmente comenzó ayer. Recuerdo un hermoso cuento de Hernán del Solar —mucho más que un autor de literatura infantil, un gran narrador—: “Rododendro”. Cuenta la historia de un funcionario que se apresta para jubilar o que lo jubilen, para dejar la vida de oficina que ha sido toda su vida (parece no tener más que eso). Un día abre la ventana de su casa y escucha en el aire la palabra “rododendro”. Es una de las palabras más hermosas de nuestro idioma; a él le parece que le ha sido regalada una palabra mágica, una especie de cifra de todo, se aferra a esa palabra. Y cada vez que surge una pregunta inesperada o difícil, se contesta para sí mismo: “rododendro”. Tengo pena hoy día: “rododendro”; estoy alegre: “rododendro”: ¿Cómo una palabra puede contener tanto para alguien?
Quizás cada uno de nosotros debiéramos buscar o encontrar esa palabra que nos salva o nos contiene. Si sufriste una derrota, repite “¡rododendro!”; si ganaste, “¡rododendro!”. Para otros será “aljibe” o “magnolio”. El ser humano necesita de la palabra. Y las palabras nos buscan. Antes estuvieron cargadas de magia, tenían poder sobre la realidad, movían las piedras. Después, lo fueron perdiendo de a poco, hasta que un día abres la ventana, eres asaltado por la melancolía, y una palabra, inesperadamente, salida quizás de adónde, te llega y, de alguna manera, te salva.
Todos vamos a jubilar algún día (como el personaje del cuento de Hernán del Solar), jubilamos no solo en nuestros trabajos, también en la vida. La vida nos jubila, la misma que nos dio júbilo, tarde o temprano, nos jubila. ¿Tendremos, entonces, una palabra que nos busque y nos encuentre? Raúl Ruiz hizo su última película usando varios cuentos de Hernán del Solar del libro “La noche de enfrente”, entre ellos “Rododendro”. Fue su despedida y en ella la metáfora de la jubilación le sirvió para hacer presente su jubilación inminente del cine y de la vida, rescatando lugares y personajes del Chile profundo al que siempre volvía.
El rododendro que acabo de ver está en un sitio baldío en venta en un pueblo del sur. Me detengo junto a él, como esperando me llegue también “mi” palabra. Han sido meses intensos los que he vivido y hemos vivido todos como país. Vertiginosos. Desde hace varios años que navegamos en la incertidumbre. Necesitamos pausar las cosas, reposar lo vivido, recuperar la extrañeza y la distancia. La política no respeta esas pausas y esos tiempos, requiere respuestas rápidas, pero no hay respuestas rápidas, nuestras frágiles existencias van a la deriva, y las grandes palabras muchas veces no son las que nos salvan ni cobijan. Los sustantivos abstractos se gastan, y solo nos quedan los nombres propios de las cosas, “rododendro”, por ejemplo. Al borde de una primavera que ya quiere comenzar, cada uno debiera arrimarse a un árbol o ventana, a ver si desde el viento o la lluvia, o desde una nube, surge una palabra. Recordemos la primera palabra que balbuceamos o aprendimos en la infancia, la emoción de decirla. ¡Nuestra primera palabra! Ahora que ya avanzamos a una cierta edad o una edad cierta, tal vez nos sea regalada una última o penúltima palabra. El funcionario anónimo del cuento de Del Solar guardó dentro suyo la palabra “rododendro” y la rumió, la repitió como “mantram”, jugó con ella, como hay que hacer con las palabras. Los niños y los poetas lo hacen.
“Cuando las amadas palabras cotidianas pierden su sentido…”, dijo una vez con pena el poeta Jorge Teillier. Cuando eso ocurre, hay que abrirse a la posibilidad de que nos lleguen de otra parte palabras bellas y rotundas que habíamos olvidado. Cada uno de nosotros tiene derecho a su propia palabra secreta. “¡Rododendro, rododendro!”. Aunque suene ridícula a los demás. Siempre es tiempo de nombrar el mundo de nuevo. Sobre todo en primavera. Ya lo dijo Rilke: “la primavera ha regresado/ la tierra es como un niño que sabe poesías”. (Emol)
Cristián Warnken