Amanecía en Santiago el sábado 26 de noviembre y, mientras corría la noticia de la muerte de Fidel Castro, se abrían las puertas de todos los clósets donde, por décadas, guardó su admiración la izquierda chilena en pleno, incluso la vestida de socialdemócrata.
Comenzaba así la ceremonia de veneración, en un coro que repite hasta hoy tres consignas, ninguna de las cuales tiene consistencia con la realidad: que Fidel Castro independizó a Cuba de los Estados Unidos; que fue el héroe de la justicia social; y que debe comprenderse la “otra forma” de democracia que, a punta de metralleta, despojo y cárcel, impuso en la isla por casi sesenta años.
Todas las tragedias de los pueblos han sido precedidas por un escenario que las alimentó. Es cierto que la Cuba de Fulgencio Batista alcanzó niveles de corrupción despreciables y, como en el resto de América Latina, persistía un abismo entre los más pobres y quienes gozaban de la riqueza de uno de los paraísos del mundo. Pero el mito que ha construido el castrismo para asimilar la Cuba de los 50 con una colonia de EE.UU. no es más que eso: un invento para justificar al régimen que se construyó, con astucia, a la imagen de un David frente a un Goliat (la alegoría preferida de Fidel, repetida hasta la saciedad).
¿Fue Castro un héroe de la justicia social? La realidad de Cuba no solo está debidamente documentada, sino que la hemos visto con nuestros ojos quienes hemos ido algo más allá de sus maravillosas playas. Además, empezó a ser relatada muy tempranamente por quienes cruzaban el océano para huir de la isla, en una fila interminable de emigrantes que continúa hasta hoy (como dice Roberto Ampuero, todo cubano está siempre pensando en cómo irse de una manera segura). El único progreso constatable de la revolución es el de la propaganda oficial, repetida majaderamente por el socialismo porfiado, como la última esperanza de una utopía que el resto del mundo tardó casi un siglo en desenmascarar.
Casi sesenta años de muerte (cinco mil, ocho mil, 10 mil, nadie sabe con certeza el número de víctimas), cárcel, exilio, mordaza, humillación y miseria, ¿para qué? Cuba está hoy en peores condiciones que en 1959 respecto del resto de América Latina y muestra un atraso significativo en prácticamente todo: ingreso per cápita, salarios, infraestructura, vivienda, alimentación, economía, etc.
Solo dos datos, para lo latear. En el Índice de Progreso Social Deloitte 2015, Cuba ocupa el lugar 84 del mundo, junto a Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Honduras, Guatemala y Guyana, mientras Chile está en el lugar 26, junto a Uruguay, Argentina, Brasil y Costa Rica.
Y los dos tesoros que vende el régimen, la educación y la salud, son productos de exportación que no aportan hoy mejores condiciones a los cubanos. La universidad es relativamente gratuita (aunque los alumnos deben trabajar para el Estado), pero el salario promedio de un médico o un arquitecto es de US$25 al mes (en comparación, un kilo de carne de vacuno cuesta US$7,5, lo mismo que en Chile), de manera que más allá de la dignidad que otorga la formación académica, no ha sido un vehículo de progreso material. En salud, la situación de los cubanos es todavía más precaria (no así para los extranjeros que se atienden en centros especialmente construidos para ellos): hospitales en pésimas condiciones, sin medicamentos, con instrumental quirúrgico en mal estado y sin repuestos, entre otras externalidades de “la revolución”.
En cuanto a la “otra forma de democracia”, a estas alturas dicha consigna, más que ingenua, es hipócrita: una democracia sin oposición, en la cual “dentro de la revolución todo, contra la revolución nada”; sin libertad para opinar, bajo amenaza de cárcel; sin libertad sindical (la Central de Trabajadores de Cuba o nada); y con la televisión y la radio 100% controladas por el Estado. Para colmo, una supuesta democracia que exportó por décadas agitadores profesionales a otros países y que aún hoy es refugio de terroristas.
Lo bueno de la salida masiva del clóset de la izquierda chilena el sábado pasado es que mostró las verdaderas razones del por qué “Sí a Fidel” y “No a Pinochet”: la comunión ideológica, la revolución que inspira hasta hoy a la Nueva Mayoría y que emociona a Michelle Bachelet, por la cual vale la pena perdonar la falta de democracia, de respeto a los derechos humanos y de libertades fundamentales a todo un pueblo a lo largo de seis décadas. (El Líbero)
Isabel Plá