Lo primero es considerar que los humanos existimos gracias a una respuesta automática de nuestro organismo ante un peligro: optamos de manera inmediata por pelear, huir, o congelarnos. Y las investigaciones han demostrado que esta respuesta también se gatilla ante amenazas percibidas o imaginadas, aunque nunca ocurran. Es decir, no solamente el ser víctima directa de un delito, sino que imaginarse el serlo, activa nuestros circuitos neuronales automáticos o de “pensamiento rápido” para priorizar la sobrevivencia, impidiendo el “pensamiento lento” o cognitivo (términos en paréntesis acuñados por Daniel Kahneman y Amos Tversky). Además, la evidencia también indica que este temor gatilla el deseo de controlar nuestro entorno y, muchas veces, nos lleva a tomar decisiones sesgadas, pero, por sobre todo, simplistas. Esto explica la tremenda popularidad de promesas en la práctica incumplibles de “mano dura” y “ganar la batalla contra el crimen”.
Por otra parte, se suma a lo anterior que nuestro sistema político actualmente promueve que nuestros representantes se enfoquen casi exclusivamente en la próxima elección, impidiendo la generación de políticas de Estado y respuestas eficaces a problemas sociales complejos, como lo es la delincuencia. Y, en tercer lugar, estudios indican que la prevalencia de la cultura militar en que se desenvuelve gran parte del contingente de funcionarios encargados de la seguridad, especialmente en Carabineros de Chile —la institución con mayores recursos y dotación y que interactúa de manera cotidiana con la ciudadanía—, y que enfatiza la jerarquía, la disciplina y la lealtad, genera barreras estructurales y psicológicas al reporte y la solución de problemas.
Estas tres dinámicas —la tendencia, originada en el temor, a simplificar soluciones a problemas complejos, el cortoplacismo político, y la dificultad del Estado de corregir sus acciones según sus resultados— han contribuido decisivamente al problema de inseguridad que nos aqueja. Pero son, a su vez, la llave para un mejor futuro. En el caso de nuestra inseguridad física, esta está, en gran parte, en manos de los poderes del Estado. Como ciudadanos, la tarea es, por lo tanto, ser conscientes de la trampa del temor en nuestras decisiones electorales. Pero nuestra seguridad digital, en cambio, depende solo marginalmente del Estado, porque el cibercrimen no tiene fronteras y la persecución penal es prácticamente imposible. Así, como miembros de empresas y organizaciones, la misión es contrarrestar estas tendencias, adoptando modelos de decisión basados en procesos deliberados y que balanceen la intuición con el análisis de datos y evidencias; premiando los resultados a largo plazo por sobre los inmediatos; generando la seguridad psicológica necesaria en los equipos para que los errores y fallas en seguridad digital se sepan y se trabajen como oportunidades de mejora, mas no como motivo de vergüenza o castigo, y fomentando la autonomía y reduciendo las distancias jerárquicas. En suma, si no comprendemos y asumimos nuestra naturaleza neurobiológica y sus consecuencias en materia de seguridad, no nos extrañemos si es que la inseguridad física se sigue deteriorando, y que la inseguridad digital siga la misma trayectoria. (El Mercurio)
Catalina Mertz
Economista