En estos días se han cumplido dos años del gobierno del Presidente Boric, la mitad exacta de su mandato. Lo que quiere decir que en dos años más el actual Mandatario será sucedido por el noveno gobernante desde la recuperación de la democracia en 1990 (en realidad será el séptimo, dado que la reelección de Bachelet y Piñera los llevó a gobernar cuatro de los ocho períodos presidenciales que han tenido lugar desde entonces).
Notablemente, entre la primera vuelta de la elección presidencial -en noviembre de 2025- y el solemne acto en el que se realizará la sucesión presidencial en marzo de 2026, median casi cuatro meses, ni más ni menos que un tercio de año. Esto hace que para efectos políticos el gobierno termine un tiempo antes, en tanto el nombre del ganador o ganadora de la contienda presidencial se conoce con considerable anticipación. En rigor, cuando decimos que al gobierno le quedan dos años, siendo esto estrictamente cierto, debemos corregir ese plazo atendiendo al calendario electoral que lo acorta políticamente hablando, a lo que se suma el efecto del período estival -de baja intensidad política- que antecede al cambio de mando.
La competencia electoral, que toma vuelo meses antes de la primera vuelta, encoge aún más el calendario político en cuestión. En los hechos, lo que resta de gobierno efectivo es más bien un año y medio, y no dos, sobre todo si para septiembre del próximo año las cartas de la contienda presidencial estuvieran echadas en el tablero político, como es seguro que va a suceder.
Desde ya, se trata de un plazo ostensiblemente corto para la construcción de una candidatura que quisiera ir por fuera del sistema político. Aunque la irrupción de un candidato impensado no puede descartarse -al contrario, es casi seguro que los habrá en la papeleta de la primera vuelta-, el objetivo de pasar desde allí al balotaje es a estas alturas extremadamente desafiante para cualquiera que no haya alcanzado una alta familiaridad (es decir, conocimiento) y apreciación positiva en el electorado. Convertir a un nombre desconocido en un candidato competitivo en un tiempo tan corto no es del todo imposible en los tiempos que corren, pero sería una carrera de obstáculos cuesta arriba para quién ose intentarlo.
Lo que nos deja con las candidaturas que ya vienen asomando con fuerza en las encuestas de opinión pública o con personajes reconocibles -sobre todo para el electorado- que podrían atreverse a competir a última hora, a la manera que lo hizo Gabriel Boric en 2021. Nótese que cuando el entonces diputado se decidió a participar en la contienda presidencial, el suyo era un nombre con un alto conocimiento ya por años, y uno que figuraba sostenidamente entre los diez personajes políticos más apreciados del país. Nada más lejos de la noción de un recién llegado que venía a remecer el cuadro político en un año de elecciones (tampoco su contendor, José Antonio Kast, un militante y parlamentario de derecha de larga data).
En cambio ahora, en los prolegómenos de la carrera por el sillón de O’Higgins, está ocurriendo algo excepcional: la ausencia de un candidato de izquierda competitivo, no sólo para triunfar en los comicios, sino que incluso para inscribir su nombre en la papeleta de la segunda vuelta. Inéditamente, en el oficialismo no asoma aún un concursante capaz de asegurar el rendimiento electoral suficiente para ese fin. Nunca antes, el progresismo careció de alternativas competitivas para alcanzar la primera magistratura -de hecho, triunfó en seis de las ocho elecciones presidenciales desde 1990. Incluso, durante el segundo gobierno de Bachelet, que no brillaba precisamente por su desempeño, un sólido Alejandro Guillier se perfilaba sin discusión para competir en la contienda de 2017 (que finalmente Piñera ganó por amplio margen). Nada parecido al páramo por donde transitan ahora las izquierdas, sin candidatos bien posicionados a la vista.
Así las cosas, de no mediar eventos del todo inesperados que pudieren modificar el escenario que va decantando de cara a la elección presidencial, todo indica que nos aproximamos raudamente a la quinta ocasión en 35 años en que el gobierno saliente le entrega el mando de la nación al candidato o candidata triunfante de la oposición. Esto ha ocurrido invariablemente desde 2010. Lo que nunca ha pasado es que la elección de segunda vuelta se haya dirimido entre dos candidatos de las derechas. Sería una extraordinaria novedad, un auténtico campanazo, en el escenario político del próximo año. Suena improbable, pero no es imposible, como fue en todas las elecciones anteriores. (El Líbero)
Claudio Hohmann