Las primeras señales aparecieron en el horizonte político en 2013. El mismo día de su regreso al país en marzo de ese año -desde Nueva York donde había ocupado el cargo ONU Mujeres-, Michelle Bachelet anunciaba su candidatura para un segundo mandato en La Moneda en un acto en la comuna El Bosque. Allí convocó a una nueva mayoría política y social para enfrentar “la enorme desigualdad en Chile, que es motivo del malestar”.
Se sabe bien lo que siguió: la conformación de -literalmente- la Nueva Mayoría, que incluía al Partido Comunista y, de paso, a algunos incipientes cuadros del Frente Amplio. La novel alianza política obtuvo un amplio triunfo en la elección presidencial de ese año, compitiendo con Evelyn Matthei, la contendora de la centroderecha que a última hora fue llamada a un sacrificio electoral después de la sorprendente serie de defecciones de los entonces candidatos de ese sector.
El crecimiento económico, que había sido el pilar fundamental del desarrollo del país casi por tres décadas, brillaba por su ausencia en los discursos de la candidata de la Nueva Mayoría. El que pronunció en la noche de la victoriosa jornada que la puso de vuelta en La Moneda casi no hizo referencia a la que fue una política de Estado de todos los gobiernos desde el que presidió Patricio Aylwin en adelante. Por primera vez desde 1990 el “crecimiento con equidad” iba a ser abandonado como eje central de un programa de gobierno. Chile ya había crecido lo suficiente -eso creían los autores de ese proyecto político- como para abordar, ya era tiempo, el exigente desafío de superar la desigualdad.
Previsiblemente, el crecimiento económico se desplomó precipitadamente. El segundo gobierno de Bachelet fue el de menor crecimiento de los cinco que lo antecedieron -incluido su primer mandato- y por mucho. Así se daba inicio a la década perdida que culminará en el actual mandato del Presidente Boric, con una economía que no volvió a recuperar el vibrante dinamismo que experimentó por un período largo y fructífero.
Aunque no se lo suele considerar un factor relevante del estallido social, es altamente probable que en ese escuálido cuatrienio se hayan sentado las bases de un malestar mucho más profundo que el que la ex mandataria avizoró en su campaña: el de inéditas carencias materiales de los grupos medios, que debían pagar deudas contraídas para financiar el consumo y que de pronto dejaron de prosperar al ritmo que habían traído desde la recuperación de la democracia. Peor todavía, aunque en muchos casos la deuda de esos hogares ya se tornaba impagable, el consumo se mantuvo en los niveles de los mejores años precedentes. El “modelo” y su dinamismo económico, les habían dicho repetidamente, era resiliente a las reformas que se implementaron sin demora, entre ellas una reforma tributaria de muy mal aspecto para los inversionistas.
Mirados en retrospectiva se puede apreciar como en esos años se activó la bomba que explotaría con inusitada violencia el 18 de octubre de 2019. Algo de lo que estaba pasando lo intuyó Sebastián Piñera, quién fue elegido también por segunda vez con la promesa de “tiempos mejores”. Pero no advirtió la magnitud de la fuerza tectónica que se podía acumular en unos pocos años de menesteroso crecimiento. El motor, que había impulsado a la clase media al vuelo nivelado de un bienestar que no había conocido antes, se había detenido y no volvería a arrancar en adelante.
Mientras tanto, las consignas ampliamente difundidas a partir del movimiento estudiantil ya provocaban sus peores efectos. El crecimiento se lo quedaban los ricos, se decía. Las AFP, se repetía en multitudinarias marchas, les robaban -legalmente- sus ahorros a los cotizantes. Las empresas casi no pagaban impuestos, se afirmaba mientras el impuesto corporativo alcanzaba los niveles más altos de los países de la OCDE. Además, eran motejadas de “extractivistas”, sin perjuicio que Codelco, la más apreciada por los chilenos, lo fuera como ninguna. Para colmo, el lucro era demonizado sin matices. El país entero parecía haberse convertido en un páramo donde campeaba a sus anchas el abuso y donde nos convencíamos de haber alcanzado “la desigualdad más alta del mundo” sin dudarlo siquiera, al mismo tiempo que la pobreza se reducía a niveles de un dígito como en ningún otro país de América Latina.
Ahora se sabe que casi ninguna de esas consignas poseían la validez que presumían sus autores. Los retiros de los fondos de pensiones demostraron más allá de toda duda la completa falsedad del “robo legalizado de las AFP”, creído de una u otra forma por millones de chilenos. No es que el país no tuviera problemas, por supuesto -y algunos eran de magnitud relevante-. Es que, como en el caso de las pensiones, el problema no eran las AFP, sino otros a los que por su complejidad el sistema político, y sobre todo la izquierda, habían decidido ignorar sistemáticamente.
Ese sector -la nueva izquierda acompañada incomprensiblemente en la aventura por el socialismo democrático- va a cargar indefectiblemente con una responsabilidad histórica: haber contribuido activamente a poner freno a la modernización capitalista -y al crecimiento económico que le es consustancial-, para producir una década de estancamiento secular, y hasta una segunda que ya asoma peligrosamente en el horizonte. Una función crítica para las trayectorias vitales de millones de chilenos, la economía, se encuentra semiparalizada por la incertidumbre -eso de meterle inestabilidad al sistema alcanzó su punto culminante con la propuesta de la Convención Constitucional-, y por una extendida permisología que desincentiva a los más atrevidos inversionistas.
¿Estarán haciendo bien las cuentas del cúmulo de decisiones mal informadas o derechamente equivocadas que han puesto en suspenso la posibilidad del desarrollo pleno que parecía que se produciría entre nosotros más temprano que tarde? Al fin, las cuentas políticas se hacen con la cantidad de votos favorables o desfavorables que se alcanzan en las urnas. La del 4 de septiembre de 2022, cuyo resultado fue ampliamente desfavorable a la izquierda gobernante, fue la primera con un saldo negativo de esa magnitud para muchos de sus militantes y adherentes, pero todo indica que podría no ser la última. (El Líbero)
Claudio Hohmann