Se nos rompió la democracia

Se nos rompió la democracia

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Algunos comentaristas de la última elección presidencial estadounidense han atribuido la derrota de Harris frente a Trump a una elitización del Partido Demócrata. Según ellos, Trump habría despertado en la ciudadanía estadounidense mayor sintonía e identificación que Harris, pese a su estilo, porque conectaría con los problemas reales de la gente. Por supuesto, puede haber algo de cierto en este diagnóstico, pero las causas e implicancias del triunfo de Trump parecen ser bastante más complejas y epocales.

Todo indica que su éxito no puede desligarse de un contexto de desgaste global de la democracia. Tomando prestada la letra de una canción de los 80, podríamos decir que la democracia “se nos rompió de tanto usarla”. En efecto, además de un régimen de gobierno, la democracia es una forma cultural de organización que consiste en una oferta de bienestar, frecuentemente insatisfecha y retroalimentada cíclicamente. De ahí que ella porte el germen de su propio desgaste, lo cual puede expresarse de varias formas. Aquí me gustaría comentar dos de ellas.

En distintos países, los partidos políticos han optado por mantener su hegemonía tradicional de una manera paradójica. Han abierto las puertas a candidaturas populistas, autoritarias, altisonantes e, incluso, rabiosas, socavando con ello sus propios intereses y a la democracia. Por ejemplo, para su nueva administración, Trump ha anunciado a un grupo de personas más leales y funcionales a él que a los intereses del Partido Republicano. Con la nominación como secretario de Salud de Robert Kennedy Jr.-un reconocido activista antivacunas- ha puesto también en jaque una longeva política sanitaria. Kennedy Jr. ha prometido (emulando a Trump) “hacer que Estados Unidos vuelva a ser saludable”, en contra de toda evidencia científica. Esto me lleva a la segunda cuestión.

Los cambios en las comunicaciones y la masificación de las tecnologías digitales han tenido impacto en los estilos políticos. La figura política mediática provoca en la ciudadanía un interés similar al de los personajes de un reality show. La esfera pública deviene, así, una vitrina y una ruleta de emociones. Miedos, angustias, rabias, desconfianzas se entremezclan y compiten entre sí para atraer la atención. En medio de sociedades impersonales, telematizadas y burocratizadas como las nuestras, dichas emociones no siempre encuentran canales de expresión adecuados en la vida cotidiana. Por eso, el tránsito desde el entretenimiento a la esfera pública ya no es raro. Alguien como Trump o como Cathy Barriga puede acceder meteóricamente a altas funciones públicas. La experiencia y la templanza parecen superfluas, incluso indeseables, comparadas con el carisma frente a una cámara o la adrenalina segregada por un discurso incendiario. Pero, arribados al poder, estos nuevos rostros no se ajustan a los códigos tradicionales; intentan moldear la política según los códigos del entretenimiento. Los resultados están a la vista.

Yanira Zúñiga

Profesora Instituto de Derecho Público, Universidad Austral de Chile