Ser católico según Carlos Peña

Ser católico según Carlos Peña

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Comparto con Carlos Peña que es bueno que la Iglesia saque la voz en temas de interés público. Discrepo, sin embargo, de los dos temas de fondo que él plantea en su columna “La Iglesia saca la voz”.

El primero se refiere a la paradoja que estaría dada por el hecho de que la Iglesia saca aplauso en temas sobre los que aparentemente no tendría “título o autoridad” para pronunciarse, y que son más bien propios de un sociólogo o un político sensato, como la seguridad y la inmigración, definidas como “materias político-sociales”, y no saca aplauso, ni siquiera entre los católicos, en temas en que sí tendría título o autoridad, como el aborto y la eutanasia, “que están en el centro de la catolicidad”.

A decir verdad, la Iglesia Católica, definida como “Madre y Maestra” (Juan XXIII) y “experta en humanidad” (Pablo VI), tiene todo el derecho y hasta el deber de pronunciarse respecto de cualquier aspecto que concierne al ser humano y su vida en sociedad, incluida la seguridad y la inmigración.

Hay un segundo argumento que desarrolla Peña en que nuestra discrepancia es aún más de fondo.

Sostiene que en cuestiones dogmáticas o relativas a la antropología cristiana, como el aborto o la eutanasia, que sí serían de competencia de la Iglesia, “los católicos, si quieren de veras serlo, estarán obligados por ella”, hasta el punto de que ni siquiera la “conciencia” podría eximirlos de su cumplimiento. En otras palabras, los católicos, incluso en nuestra vida política, o como legisladores, no tendríamos ningún espacio para el discernimiento ético, para el actuar en conciencia; solo tendríamos que seguir al pie de la letra las directrices de los obispos en términos de cómo votar o no votar frente a tal o cual proyecto de ley.

En otras palabras, Eduardo Frei Montalva habría comprometido gravemente su condición de católico al introducir y validar en Chile los métodos anticonceptivos al mismo tiempo que Humanae vitae (1968) los condenaba; los falangistas tendrían que haberse sumado como borregos ante la cruzada profranquista y anticomunista de la Iglesia Católica en los años 30 y 40, a la que se opusieron decididamente; con Mariana Aylwin no podríamos haber presentado la Ley de Matrimonio Civil (1995), incluida la espinuda cuestión del divorcio; en fin, los católicos no habríamos podido votar a favor de la Ley de Filiación que puso fin a la odiosa discriminación arbitraria entre hijos legítimos e ilegítimos (varios obispos nos acusaron de querer destruir el orden de las familias), la Ley contra la Discriminación Arbitraria (incluida la inclinación sexual e identidad de género), Píldora del Día Después, Acuerdo de Unión Civil, Identidad de Género, y legalización del aborto en tres causales.

En todos esos casos hubo pronunciamientos explícitos en contra de los obispos y de las diversas iglesias basados justamente en argumentos dogmáticos y de “antropología cristiana”.

Afortunadamente, la doctrina católica es de una enorme riqueza en este orden de cosas. Los conceptos de libertad religiosa (que puso fin a 1.500 años de “Cristiandad” basada en el “Estado confesional”, bajo la falacia de que la verdad tiene derechos que el error no tiene), dignidad de la conciencia moral (“el núcleo más secreto y el sagrario del hombre”, Gaudium et spes, 16), justa autonomía de las realidades temporales (en los que la Iglesia incluye a la política, la ciencia, la razón, la cultura, la economía, la filosofía, y la ética), rol de los laicos en las realidades temporales o terrenales (“el carácter secular es propio y peculiar de los laicos”, GS, 76) y el discernimiento ético (magistralmente tratado por el Papa Francisco en diversos documentos pontificios), son algunos de esos conceptos magisteriales, recogidos en el Concilio Vaticano II (la teología del rector Peña es definitivamente preconciliar).

Tal vez Chesterton resume todo lo anterior de una forma que es muy superior a lo que estas palabras pueden traslucir: “para entrar en la Iglesia hay que sacarse el sombrero, no la cabeza”. No se puede renunciar a hacer uso de la razón, menos aún a hacerlo en el ámbito de la conciencia moral, así se trate de las cuestiones dogmáticas y de antropología cristiana que con razón preocupan a Peña. (El Mercurio)

Ignacio Walker