Cualquier crítica a una elección surgida en asambleas y cabildos -muy lejos del cabildo abierto del 18 de septiembre de 1810- es por muchos respondida con un terminante «no crees en la democracia», y uno expresaría la voz de la «élite», palabra que hoy da para todo y para nada. Las ideas que fundamentan las demandas asambleístas -algunas racionales, otras de pescador a río revuelto y otras frenéticas- han surgido en la modernidad de la mano de élites políticas e intelectuales. Las asambleas, todas ellas, son al final dominadas por algún tipo de élite, antigua o de nuevo cuño. Y encima creer que de la Constitución misma va a brotar un rosario de derechos que incluyen resultados inmediatos en lo material es la correspondencia moderna de los antiguos vendedores de fragmentos de la cruz de Cristo, que pululaban en el medioevo; a esas alturas suponía la producción de algo así como toda la Selva Negra. En Chile estamos en lo mismo. (En la comuna donde vivo se han realizado varios cabildos; no conozco a nadie que haya asistido a uno).
En los hechos, los hombres creen ser libres porque tienen conciencia de lo que hacen, pero desconocen las causas que originan los dilemas del momento. Esta carencia se puede compensar entonces por la deliberación, la división de poderes, las etapas y, no en último término, la posibilidad de volver sobre los pasos o de cambiar de equipo cuando las cosas no resultan. En Francia, modelo de la primera asamblea, se derivó con rapidez inusitada en el Terror; después es domesticada por el bonapartismo y las diferentes monarquías constitucionales hasta consolidarse a mediados del siglo XIX como una de las caras de la democracia.
Las constituciones más exitosas son aquellas que apenas se sienten, expresiones de valores y algunos principios; instrumentos sutiles que de manera invisible pero no inconsciente constituyen puntos de referencia en la práctica política y en la estructuración de la vida pública, amén de consagrar la división de poderes, esencial a toda democracia. Es más que cierto que existe un problema con el origen de la Constitución de 1980. Ello no desdice un hecho fundamental, que la democracia nació de la no democracia; así sucedió en toda la historia, incluso en la nuestra desde 1810. La de 1980, aun en su forma original, resguardaba experiencias de las democracias modernas, y es lo que se rescató en las reformas sustanciales de 1989 y 2005.
¿Soñar por medio de una Constitución? Porque no hay nada nuevo bajo el sol en estas argucias. Ya se probaron a lo largo del siglo XX y llevaron consigo ya sea más frustración o en ciertos casos se constituyeron en máscaras de uno de sus desenlaces, los sistemas marxistas. Es un sarcasmo que en Chile se confíe la difusión de la idea constitucional a un organismo encabezado por un funcionario comunista, siendo que su partido todavía no se ha distanciado del modelo totalitario de ese siglo. Es como el gato a cargo de la carnicería.
Quizás es inevitable que se imponga un cambio constitucional mayor, y el asunto del nombre que se le dé no será algo menor. Por ello no hay que brincar al vacío asambleísta con su manipulación de cabildeo, ni con cualquier Constitución, por perfecta que aparezca en la redacción, sino que a una renovación constitucional que recoja la experiencia de las sociedades abiertas que han señalado el camino más civilizado y que aquí se asuma la experiencia de la historia de Chile. Una Constitución no es juguetito para una coyuntura, sino que, en el mejor de los casos, una fuente silenciosa de organización para la conservación y el cambio, ingredientes de la sociedad humana.