Ricardo Lagos Escobar estima que nos encontramos en la peor crisis institucional que haya tenido Chile desde que él tiene memoria: los últimos 65 a 70 años de nuestra historia, por lo tanto.
Lagos cree haber descubierto la pólvora, pero apenas ha detectado el humo. Estima que la crisis tiene que ver con la Presidencia, con el Parlamento, con la judicatura, con los partidos. Qué lejos está de comprender que cada una de esas instituciones -y tantas otras- no es más que el fruto de los comportamientos de las personas concretas que las integran y las operan. O quizás lo comprende, pero le duele reconocerlo.
Sí, porque es doloroso para estos estadistas de ámbito planetario tener que rebajarse -así les parece- a un plano distinto de la alta politología, de la sesuda sociología, del sofisticado derecho, de la críptica economía, y tener que aceptar que hay una disciplina que, por ser más fundamental, logra explicar a fondo tantas de las cosas que ellos quisieran encapsular en sus ciencias.
Es la antropología, es la disciplina de la naturaleza humana, es el fuego del que viene el humo.
Algunos políticos la niegan explícitamente; otros la ignoran; unos pocos acuden a sus análisis para pararse en tierra firme: son los que saben que si la ciencia política, la sociología, el derecho y la economía se apoyaran adecuadamente en la antropología, las instituciones podrían corregirse
Para eso, el diagnóstico es clave: ¿cómo es hoy el comportamiento de las personas en las instituciones?
Por una parte, están los conformistas, esos chilenos que todo lo miran desde la apatía, porque estiman que nunca pasará nada grave que pueda afectarlos. Por eso, no leen ni escriben ni discuten, no se asocian, no votan. Les basta con el egoísmo de su metro cuadrado, como si fuera una alfombra voladora.
A su lado caminan los frívolos, los que hacen de la velocidad su instrumento y la aplican a todo: juzgan y condenan sin pensar, declaran del modo más chocante posible, no miden las consecuencias de sus actos, porque los captura el instante presente. Cualquier información les parece una verdad probada y la opinión que esperaban oír, ciencia exacta.
Un poco más allá están los agresores, sujetos que, inspirados por la pasión, degradan el lenguaje, aniquilan los prestigios y, si es del caso, gritan, profanan, saquean, incendian, abusan, explotan o golpean. Y así logran que muchas de sus víctimas, por temor, integren la categoría de los conformistas.
Completan el cuadro los iluminados, individuos que se aíslan y se elevan a diversos olimpos, para potenciarse unos con otros, escribir precisamente sobre ciencia política, sociología, derecho y economía, olvidando casi siempre a la persona humana. La carne y el hueso no suelen ser sus materiales de trabajo. Creen estar por encima del mal, porque ciertamente ellos están en el bien. Pocos días antes de ser guillotinado, el mismísimo Robespierre pensaba que era incorruptible.
No sirve de nada argumentar que cada uno de los chilenos pertenecemos a estas cuatro categorías. No sirve de nada, porque no es cierto que las compartamos en iguales proporciones. Lo único honrado es ver si se adhiere vitalmente a una de ellas, aunque haya presencia de las otras en menor medida. O si, ojalá, solo se ha sido salpicado por esos defectos.
La crisis de Chile -que Lagos intuye y para la que se ofrece como salvador- tiene que ver, en la superficie, con los partidos, con los jueces, con la Presidenta y con el Congreso. Pero, en el fondo, se explica por los apáticos y los frívolos, por los agresores y los iluminados.
Por cierto, qué lamentable sería que el próximo Presidente estuviera decididamente instalado en alguna de esas categorías.
El Mercurio/Emol