El trágico fallecimiento del Presidente Piñera produjo una profunda y transversal conmoción pública. Incidieron varios factores. De partida, fue una muerte accidental, sorprendente para alguien que, para la gente, se situaba en la categoría de quienes tienen todo bajo control. En seguida, porque así tratamos en Chile a los presidentes de la República, al menos desde que recuperamos la democracia en 1990: con respeto, como el eslabón de una larga cadena de memoria. Por último, incluso entre quienes no le tenían simpatía, estaba latente un sentimiento de ingratitud hacia quien, sin tener la estampa de caudillo popular ni de un mesías que abre una nueva época histórica, cumplió con su tarea con tesón y con un sentido de excelencia que en el mundo político es escaso. Sus gobiernos produjeron múltiples mejoramientos en la vida de chilenas y chilenos, que no habían tenido la ocasión de agradecérselo.
Fue especialmente remarcable el fervor que emergió en torno a su recuerdo en el pueblo de derechas, quien se tomó las calles que, desde 2019 al menos, le habían sido hostiles y amenazantes. Él encontró en Piñera una figura contemporánea con la cual se puede identificar con orgullo. Lo que fue en otra época Pinochet, antes que su imagen fuera rodeada de culpa; o el asesinado senador Jaime Guzmán, aunque su lugar fue siempre más elitista y racional. Piñera llegó a ser un personaje “pop” que encarnaba todo aquello a lo que aspira el elector de derecha de hoy, en particular su núcleo duro, los hombres de edad media: exitoso, audaz, deportista, poderoso, millonario.
Digamos que, a partir de las exequias de la semana pasada, el pueblo de derechas ha encontrado en Sebastián Piñera un ícono equivalente al que el pueblo de izquierda tiene en Allende, o el pueblo decé en Frei Montalva: una figura histórica elevada a condición de mito. La fotografía de sus colaboradores frente al Congreso Nacional, donde se velaban sus restos, es la expresión sublime del excelso lugar alcanzado por Piñera en el baptisterio de la derecha. Tratándose de una personalidad política que no fue engendrada en el seno de la dictadura, de la cual fue un opositor, es un incuestionable logro de la democracia chilena.
La pregunta que quedó rondando es si la atmósfera de empatía y unidad que se creó con la muerte del Presidente Piñera, así como con la tragedia que enlutó a Valparaíso, se puede mantener. Es lo que pide el país, el cual fue conmovido hasta sus entrañas por la oportunidad de experimentar una unidad nacional que se echa en falta en los honores que el Estado de Chile rindió a la partida de uno de sus mandatarios. Para lograrlo, sin embargo, hay que pagar un costo; el mismo que Piñera pagó tantas veces para llegar donde llegó, y que hoy está pagando Boric: soportar sin amilanarse los disparos envenenados desde sus propios partidarios.
El estribillo es ultraconocido. Puede provenir de la derecha o la izquierda, da igual. Un ánimo inquisidor que pide sin descanso ni límite mea culpas por opiniones o comportamientos del pasado, en otros roles y contextos. El victimismo de quienes alegan ser los más dañados por la vileza y la violencia, lo que les da la superioridad moral para juzgar a perpetuidad a todos los demás. La agotadora “sacada al pizarrón” de los liderazgos para dar examen de los principios y los programas originales. En fin, la acusación de oportunismo por adaptar las conductas al cambio de las circunstancias.
Piñera, un pragmático dotado de una gigantesca seguridad en sí mismo, siguió su rumbo a pesar de sus críticos, que hoy se han sumado ardorosamente al coro de sus admiradores. Lo mismo está haciendo el Presidente Boric. Frente al féretro de quien fuera su antecesor —y simbólicamente, su adversario—, tuvo la osadía de reconocer errores y tendió la mano a los presentes para buscar acuerdos. Preveía que esto le traería problemas en su retaguardia, pero, como Piñera, sabe que el liderazgo exige mover fronteras.
¿Se puede mantener la atmósfera de estos días? Sí, se puede. El sobrecogedor abrazo de la viuda de Sebastián Piñera con el Presidente de la República y las palabras pronunciadas en el funeral son un buen presagio. (El Mercurio)
Eugenio Tironi