Siempre lo mismo

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Cuando el 3 de noviembre de 1970 inició su administración Salvador Allende, tenía muy claro tanto su objetivo como los medios para alcanzarlo. El primero era, no hay que olvidarlo, seguir el modelo de la Cuba castrista. De los segundos había dicho que la revolución que venía no sería con sangre, como la caribeña, sino con empanadas y vino tinto. El nuevo presidente aspiraba, pues, a implantar un régimen marxista sirviéndose de la “legalidad burguesa”.

Y ello era posible. Un ejemplo lo había dado Alemania, que después de su derrota en la Primera Guerra se había dotado de la Constitución de Weimar, considerada entonces la más perfecta desde el punto de vista técnico. Tras el frustrado “putsch” de Múnich, en noviembre de 1923, Adolfo Hitler se hizo del poder en enero de 1933, tras complejas maniobras políticas y con absoluto respeto al marco constitucional, para establecer a continuación una dictadura de inimaginable brutalidad.

Allende había llegado al poder en su cuarto intento, y lo logró ciñéndose a las tradicionales prácticas electorales chilenas. No había ocultado, por cierto, su propósito de hacer una revolución. Lo medular del esquema de la Unidad Popular estaba dirigido, en primer lugar, al sector económico. Las medidas ideadas apuntaban a una redistribución de los ingresos junto a una drástica fijación de precios y a la creación de tres áreas de propiedad: estatal, mixta y privada.

Allende había recibido un país en que al menos uno de esos objetivos, la reestructuración del sistema económico, tenía para un área de aquel un cauce diseñado por el gobierno de Jorge Alessandri y ampliado por el de Frei: la reforma agraria. Ella, en marcha durante el gobierno de este último, requería solo darle mayor impulso, y hacerla “rápida, drástica y masiva”, como decía Jacques Chonchol, quien, junto a Rafael Moreno, habían sido los puntales del proceso. No pudo sorprender, pues, que Chonchol jurara como ministro de Agricultura en el primer gabinete de Allende, y que el gobierno confiara en que por mayo de 1971 se hubieran expropiado mil fundos más.

El otro sector esencial para el programa de la Unidad Popular era el bancario. La estatización de los bancos fue muy fácil, y bastó para ello la apertura de un poder comprador de acciones por la Corfo. Ya a mediados de 1971 el gobierno controlaba varios bancos, los cuales, a su vez, procedieron a adquirir acciones de los que todavía eran privados.

Para el sector fabril se aplicó el Decreto Ley 520, dictado durante la efímera República Socialista de 1932, cuyo texto había sido refundido en 1953. Aquel creó el Comisariato General de Abastecimientos y Precios, y declaró de utilidad pública “los predios agrícolas, las empresas industriales y de comercio y los establecimientos dedicados a la producción y distribución de artículos de primera necesidad”. A continuación, autorizó al Presidente de la República para expropiarlos en determinados casos, como el que se mantuvieran “en receso”. Así, el Estado pudo requisar las industrias que sufrían el receso, claro que provocado por las “tomas” de los establecimientos.

Pero faltaba algo más: una reforma constitucional, que, consultada en el programa de la Unidad Popular, no se alcanzó a llevar a cabo. Esta consistía, en lo fundamental, en sustituir el Congreso bicameral por una Asamblea Popular. Además, la Corte Suprema sería reemplazada por un tribunal elegido por la referida Asamblea. Se seguía aquí el modelo de la Unión Soviética, replicado en todos los países de la órbita comunista y, por supuesto, en Cuba. Y, junto a esto, se intentó aplicar, sin éxito, la medida diseñada para asegurar el futuro del régimen: el control de la educación mediante la Escuela Nacional Unificada.

De esta manera, un presidente elegido democráticamente, y con el empleo de normas legales existentes o constitucionalmente aprobadas, inició el camino hacia el establecimiento de un régimen totalitario. Medio siglo más tarde, buena parte de las medidas propiciadas por Allende y la UP reaparecieron con tanta fuerza que incluso fueron incorporadas al fallido proyecto de Constitución de 2022. ¿Cómo el marxismo, absolutamente fracasado como modelo, puede aún arrastrar a muchos? La única respuesta posible es que el marxismo se convirtió en el sustituto de la religión y, como esta, atrae por su llamado a la salvación, que es colectiva, y aquí en la tierra. Y como toda religión, cuenta con sus dogmas, los cuales exigen una adhesión absoluta, aunque sean simples tonterías. (El Mercurio)

Fernando Silva