La renuncia de Patricio Fernández al rol de encargado de la conmemoración oficial de los cincuenta años del golpe de Estado ha sido un hecho muy revelador, casi tanto como la propia efeméride. Puesto frente a la hoguera por el PC y numerosas organizaciones de DD.HH., fue acusado de relativizar el 11 de septiembre y sólo condenar aquello que vino después: la dictadura y sus crímenes. Lo insólito es que esta supuesta “relativización” consistió en afirmar que los chilenos tenemos todavía diferencias profundas sobre las causas del golpe y que, con seguridad, los historiadores del futuro las seguirán teniendo.
En los hechos, esta renuncia forzada y la decisión del Ejecutivo de aceptarla, vino a confirmar lo obvio: la conmemoración de los cincuenta años del golpe nunca tuvo posibilidad de ser una instancia de reencuentro, de reflexión compartida y aprendizaje histórico. Si antes de la cancelación de Fernández ya era difícil, después de ella se ha vuelto completamente inviable. Será, entonces, la confirmación de que nada en la historia reciente está resuelto, que las querellas del último medio siglo siguen vigentes y que no hay en Chile consensos mínimos respecto a que los golpes de Estado son siempre injustificables.
En estos tiempos, hemos vuelto a constatar que todavía existen sectores políticos no dispuestos a condenar lo ocurrido el 11 de septiembre de 1973. La razón resulta hoy inconfesable: una porción no pequeña de la sociedad chilena sintió alivio el día del golpe, muchos incluso celebraron. Y si ello no puede decirse, si está política y moralmente prohibido reconocerlo, menos aún puede analizarse. Eso es lo que esta semana quedó de manera oficial confirmado: nadie tiene permiso para discutir sobre las causas del golpe, el solo hecho de plantear que existieron “causas” es legitimarlo; menos aún podemos preguntarnos cómo fue posible que una dictadura que cometió las más graves violaciones a los DD.HH. de nuestra historia tuviera amplio respaldo. Ni osemos indagar en las razones por las que Pinochet obtuvo un 44% de apoyo en el plebiscito de 1988.
¿Esa es de verdad la conmemoración que el país necesita, la que merecemos tener? ¿Sin preguntas incómodas, sólo con respuestas políticamente correctas? ¿El golpe de Estado no tuvo causas? ¿Nadie lo respaldó? ¿La dictadura y sus crímenes fueron algo completamente “ajeno” a nuestra historia y a nosotros mismos?
Qué fácil y qué cómoda resultará la conmemoración de un golpe de Estado sin poder hacerse preguntas, teniendo siempre claro dónde está la línea divisoria; esa que dividió a Chile entre víctimas y victimarios, morales e inmorales. Porque pareciera que la única alternativa a esa dicotomía son la relativización y el negacionismo, hacerse cómplice de los crímenes, otorgar legitimidad a la barbarie. En una palabra, exactamente lo que esta semana hizo Patricio Fernández, y que el gobierno decidió validar cuando aceptó su renuncia.
Max Colodro