En la medida en que avanza el tiempo y queda menos por vivir, uno empieza a preguntarse cuáles fueron las grandes influencias que hicieron que uno sea lo que es. La respuesta obvia es que nos han impactado muchas personas, muchas lecturas, muchas experiencias de vida, pero quisiera compartir dos vertientes que podrían contribuir a un mejor entendimiento entre “nosotros” y los “otros”. Más allá de cómo los cristianos hemos vivido nuestra fe —ciertamente no siempre en formas admirables—, me atrevo a afirmar que son muchas las enseñanzas del cristianismo que han contribuido a mejorar la civilización. De partida, se trata de la primera religión que ya no es solo para héroes y triunfadores, sino que, por el contrario, abre espacios privilegiados para los más débiles, los “perdedores”, los pobres, los enfermos y los pecadores. Se trata de preceptos basados en su mandato principal de “amarnos los unos a los otros” y en la convicción de la igualdad de todos a los ojos de Dios. De todo lo anterior se desprenden dos grandes virtudes: la misericordia y la compasión, entendidas como la capacidad de empatizar con la pasión y el dolor de los otros y de apiadarse de las debilidades de la naturaleza humana.
Pienso que aquello es el sustento del esfuerzo que hacen muchos por desarrollar dos brújulas para guiar sus sentimientos, actos y conductas. La primera es la sabia distinción entre el pecado y el pecador. Sin caer en una neutralidad ética, que evita cualquier discriminación entre el bien y el mal, el cristiano es conminado a no condenar nunca a una persona en razón de su proceder, por errado que este sea. Es esto lo que permite, por ejemplo, tener serias aprensiones morales sobre ciertas doctrinas, como el comunismo —un experimento sangriento en su historia y totalitario en sus objetivos—, pero sin por eso odiar a quienes adhieren a ellas y, mucho menos aún, desearles el mal o aceptar que sean perseguidos, maltratados o estigmatizados.
La segunda guía, vinculada a la anterior, es la convicción absoluta de que las diferencias objetivas que nos dividen, más aún si se refieren a la política, jamás deben traspasar las fronteras de los afectos y envenenar el contacto humano con quienes piensan distinto, so pena de vivir divididos en guetos, aislados, cada uno en su propia capellanía, reiterando sus propios prejuicios e ideas preconcebidas. En esta segmentación tan adversarial es donde se termina por privar de su humanidad al “otro”, para transformarlo en una abstracción, para que así deje de ser persona y, en consecuencia, sea más fácil odiarlo. Esto redunda en una sociedad polarizada, carente de confianzas, en la cual la moneda de intercambio parece ser el odio; fragmentada, imbuida de aires tóxicos que nos dejan siempre al borde de un abismo y con vidas personales empobrecidas, sin estímulos intelectuales que solo pueden provenir de la diversidad y la confrontación racional de las diferencias.
Estas reflexiones me parecen pertinentes porque, como nunca, hemos agudizado lo que nos divide, impidiendo así cualquier posibilidad de acuerdos, ni siquiera en relación con el núcleo fundamental de toda organización social civilizada, que se refiere a cuáles serán las reglas del juego que nos permitirán resolver en paz nuestras discrepancias. Y la pregunta es: sin este acuerdo respecto a cómo queremos vivir nuestra vida en común, ¿no nos estamos condenando a vivir a perpetuidad como enemigos, en un país con vencedores y vencidos, donde el que gana lo gana todo y el que no tiene mayoría lo pierde todo?
Subyacente a esta mentalidad se arraiga una arrogancia fatal, nacida de la radical ignorancia de las posibilidades del conocimiento humano, que es siempre conjetural y abierto a la refutación, siempre ajeno a verdades absolutas que puedan ser impuestas a todos a través de la coacción. (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz