El Presidente, al cumplir 27 de los 48 meses de su período, dará otra cuenta anual de su gestión. En algunos reavivará un debate tóxico caracterizado por la abundancia de adjetivos, el desprecio por las cifras, las mutuas descalificaciones. Sin embargo, un análisis frío de los datos no da para alimentar esa guerrilla, pues en algunos casos hay avances que, es cierto, no dan para la euforia o el exitismo, pero sí obligan a un juicio matizado. A la vez, hay campos en que el balance no está cerrado.
En la economía, las cifras son favorables. El Gobierno recibió una economía sobrecalentada, con sus equilibrios macro a la miseria: el déficit fiscal en 2021 era de 10,6%; los retiros de fondos y ayudas fiscales habían inyectado 60.000 millones de dólares al sistema; en 2002 el déficit de la cuenta corriente era 8,7% y la inflación promedio 11,6%. Ante esa realidad, el Gobierno hizo un ajuste que ya muestra sus frutos. La inflación de este año bordeará el 4%; los déficits fiscal y en la cuenta corriente serán de 1,9% y 3,1%. La tasa de crecimiento, en el orden del 2,7%, que aunque es baja, se ubica sobre el promedio de América Latina, estimado en 2,0%.
La política internacional ha tenido como hechos principales su compromiso con los derechos humanos, sin dobles estándares, como lo prueba la actitud ante Venezuela, Cuba o Nicaragua. La aceptación, aunque a regañadientes, del TPP11, que significó un vuelco hacia el libre comercio. El apoyo a Ucrania. La repulsa a Hamas. La condena a Israel por sus acciones en la Franja de Gaza en lo que Chile ha sido parte de un rechazo mundial a Netanyahu y su política. Nuestra política exterior se ha ajustado a rasgos valiosos sostenidos desde el regreso de la democracia, y el Presidente ha ganado reconocimientos internacionales.
En lo constitucional se ha logrado una pausa, construida sobre dos errores monumentales: uno, del que fue parte el Gobierno (la Convención), y otro, la derecha (el Consejo). Sumados ambos —extraña cosa— han terminado dando un inesperado “bono” a la actual administración, pues ha sacado del debate este tema que, por años, fue una de las mayores fuentes de incertidumbre. Pero el asunto sigue pendiente. Para el Gobierno, concretar algunas reformas significativas del sistema político sería un gran logro.
Pero para Boric, la madre de las batallas se jugará en un escenario donde campea una trenza inmunda que forman la violencia, el crimen organizado, la inmigración ilegal. Chile, como toda la región, es el teatro de un conflicto que se libra en sus calles, en las cárceles, en la infiltración de sus policías, el dinero negro, la acción de bandas transnacionales altamente organizadas. Es cierto que la suma de una política económica coherente, una acción internacional respetable y reformas sobre el sistema político es un avance, pero el éxito en estos campos no será valorado si el Gobierno no es capaz de diseñar e implementar una política que desmantele la gran amenaza. En ello se juega su éxito o su fracaso.
Es cierto que Chile aún tiene los índices de criminalidad más bajos de América Latina. Pero los países no viven de promedios y en la formación de la opinión pública la sensación térmica es más importante que la temperatura. La percepción de inseguridad en Chile es la más alta de su historia y una de las más elevadas del mundo.
El Gobierno está desafiado a tener éxito (o fracasar) en una lucha para la que no estaba preparado. Ello, en el plano material, requiere una policía fuerte, que disponga de los mejores medios disuasivos y represivos para controlar a violentistas, criminales y asegurar las fronteras. En este sentido la cuenta va a mostrar mejoramientos en la infraestructura de la PDI y Carabineros, en la formación de las policías, avances legislativos, revisión de protocolos, todo lo cual, siendo importante, no basta.
Es necesario un claro liderazgo que asegure que la aplicación de la fuerza del Estado será efectiva y respaldada. Ya se trate de la lucha contra el terrorismo, del control de disturbios o del combate a los narcos, las policías más eficientes del mundo se ubican en democracias avanzadas que en su accionar complementan ambos objetivos: la aplicación enérgica y proporcional de la fuerza y el respeto de los derechos humanos.
Una de las mayores dificultades del Gobierno para enfrentar esta tarea se encuentra al interior de su propia coalición, donde una parte de ella se muestra incapaz de reconocer la magnitud del desafío y de asumir los costos que su superación exige. Desde una zona de confort se limitan a la crítica de cada medida que se propone o adopta. (El Mercurio)
Genaro Arriagada Herrera